En el Evangelio de hoy le hacen una pregunta a Jesús, aunque en realidad es más una queja que una pregunta: “¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?” Es sobre todo una queja porque no entienden el verdadero sentido del ayuno que Dios les propone. No son capaces de comprender la relación entre la misericordia de Dios y el ayuno. Misericordia que no es mero no tener en cuenta, sino que busca la conversión del corazón, el cambio de vida. Del mismo modo que una madre no se conforma con no ver los defectos de su hijo, sino que querría – y lo haría si pudiera – transformarle, sanarle. Si tuviera, por ejemplo, una adicción a las drogas, no se conformaría con cerrar los ojos ante la “enfermedad” de su hijo, querría que lo superara. Y lo que no puede el hombre, Dios sí lo puede. La misericordia y el poder de Dios sí pueden curar, no se limita a cerrar los ojos, su gracia nos cura.

Hacer penitencia prepara el corazón para dejarse sanar por la gracia de Cristo, para hacer el verdadero ayuno que Dios nos propone para nuestro bien: “Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las corras del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas”. El centro de la Cuaresma no son los ayunos; sino la conversión. Lo otro son medios, necesarios pero medios. “Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto y con lamento. Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos. Convertíos al Señor, vuestro Dios, porque es clemente y compasivo” (Jl 2, 12-13). Convertirnos al Señor es una respuesta de amor.

En uno de sus Sermones, San Pedro Crisólogo, nos recuerda que “tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, y la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno, en efecto es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlas, pues no pueden separarse. El ayuno no germina si la misericordia no lo riega, el ayuno se torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza; lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios, y siembre las virtudes, como no produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno” (San Pedro Crisólogo, Sermón 43).

Cristo, el Esposo, nos trae el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien es alcanzado por esta gracia no pretende construir con sus fuerzas su propia bondad. El Papa Francisco nos exhorta en su mensaje para la Cuaresma de este año “a poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor (cf. 1 P 1,21), porque sólo con los ojos fijos en Cristo resucitado (cf. Hb 12,2) podemos acoger la exhortación del Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).”

Que María, Madre del Amor Hermoso, ponga en nuestros corazones un deseo grande de convertir nuestro corazón al de su Hijo.