En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil” tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehena” del fuego.
Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo» (MT. 5,20-26)

PRIMERO RECONCILIATE

Nuestro sueño por la comunión no nos hace cerrar los ojos ante la realidad del pecado contra la comunión. Todos somos conscientes de cómo, descrito con duras palabras del Papa Francisco, “la mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de internas. Más que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se siente diferente o especial”.

Y todos podemos conmovernos con el Papa, al que le “duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas”.Y también todos sabemos que nos falta mucho por responder al deseo del Papa de que “todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente, y cómo os acompañáis”.

Por eso, cada vez que hayamos causado brechas en la comunión eclesial, o nos hayamos dejado arrastrar por la murmuración, la queja sistemática, o la difamación, o simplemente hayamos cejado en el empeño por promoverla, así como cada vez que hayamos sido objeto, como parte de la Iglesia o de una comunidad eclesial, de estas brechas, corrientes y omisiones que dañan la comunión, estamos llamados a perdonar, a implorar el perdón y a prodigar el perdón, incluso hasta al amor al enemigo, porque para nosotros no pueden haber enemigos, sólo hermanos. Y cuando alguien se erija como tal ante nosotros, no deberíamos desentendernos, porque ya nos dijo el Señor que “si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt. 5, 23-25).

Y para ello, no deberemos huir de los conflictos, pudiéndonos hacer cómplices de la injusticia, sino que afrontémoslo de modo provocativo, convencidos de que “la unidad prevalece sobre el conflicto”, propiciando el diálogo, que en cristiano no es nunca una estrategia, sino una premisa: sin diálogo no hay ni comunión ni misión, no hay Iglesia. No hay comunión porque sin el diálogo ni se compone ni se recompone la comunión. No hay misión porque sin diálogo no hay testimonio evangélico, no hay escucha, ni acogida, ni discernimiento, ni caridad. Un diálogo de comunión eclesial que le llevó a San Pablo VI a exclamar: “¡Cómo quisiéramos gozar de este diálogo de familia en la plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Qué sincero y emocionado, en su genuina espiritualidad! ¡Qué dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Qué capaz de hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y valientes!”

Y para ello deberemos entrenarnos en el arte de la humildad, de la gratitud, y de la reconciliación, porque sólo desde la humildad nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, estarán transidas por dos palabras: perdón y gracias, pues con la palabra gracias podremos regenerar continuamente la comunión, y con la palabra perdón, con la corrección fraterna, con la ascesis y la mística del saber esperar, preparar y servir la mesa de la reconciliación, podremos recomponer siempre la comunión, ya que no otra cosa es la comunidad cristiana que “una comunidad de perdonados y perdonadores”, dócil al mandato de San Pablo: “como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Qué la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos” (Col. 3, 9-15).