En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto (Lc. 9, 28b-36).

 ¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!

Las lecturas de este segundo domingo de cuaresma nos muestran cómo cuando Dios sale a nuestro encuentro lo hace siempre desde la oscuridad hacia la luz.

  • Dios sale a nuestro encuentro en la noche, en la oscuridad, en la duda, en la turbación, en el temor. La experiencia de Abraham en el libro del Génesis nos muestra cómo sólo desde la fragilidad humana ante las fuerzas de la naturaleza y ante la imposibilidad de controlar nuestra vida, podemos reconocer a Dios. Porque la oscuridad es catártica. Sirve para recocer las falsas luces, de todo tipo, para poder reconocer la única luz verdadera.
  • ¿Y cuál es esta luz? “El Señor es mi luz y mi salvación”. Así empieza el salmo 26. Por tanto, si el Señor es mi luz, y no una luz que se compra o se vende, se fabrica y se destruye, de enciende y se apaga, entonces, ¿a quién temeré? Si el Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
  • Con lágrimas en los ojos, desde la experiencia de la oscuridad y la prueba, san Pablo nos previene de los que quieren un cristianismo sin cruz, sin perdón, sin reconocimiento del mal, del pecado y de la muerte, en definitiva sin redención.
  • El misterio al que nos preparamos en cuaresma, el de la muerte y la resurrección de Cristo, es el misterio de la vida: siempre hay que pasar por la oscuridad para encontrar la luz. Pero el Señor se ocupa de adelantarnos destellos de luz, para que confiemos. Como hizo con sus discípulos en el Monte Tabor.

Todos estamos llamados, precisamente en medio de las oscuridades, a experimentar la exclamación de Pedro: ¡Qué bien se esta aquí!? Todos necesitamos espacios para reposar en Cristo transfigurado, muerto y resucitado, nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestro premio, anticipo de vida eterna con él:

  • Es estar con él en el silencio de la oración, dejando que penetre y que cure todas nuestras heridas, y que recomponga todas las piezas, y que perdone todas nuestras miserias y que escuche todas nuestras suplicas.
  • Es estar con él en el regazo de la comunión, no sólo de la comunión eucarística, sino por ella y desde ella, en la comunión eclesial. Es estar con él que ha prometido su presencia en medio de los que se escuchan y ayudan, de los que se confrontan como cristianos para buscarle, de los que en definitiva se sirven y se aman: “donde dos o tres estén unidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos” (Mt 18,20).
  • Y es estar con él en el hermano que sufre, contemplando el rostro de Cristo sufriente, protegiéndolo del frío del cuerpo, pero sobre todo del frio de la indiferencia. Alimentándolo con el pan del cuerpo, pero sobre todo con el pan de la amistad, del cariño, de la ternura: “tuve hambre…” (Mt 25, 31-46)