Comentario Pastoral

EL PERDÓN

Mientras prosigue la cuarentena de penitencia y preparación para el bautismo, la misa dominical apunta una primera aproximación a la pasión, haciendo oír en la antífona de entrada la voz del varón de dolores y recordando en la oración el amor de Dios, «que movió a su Hijo a entregarse a la muerte».

El pasado no ha de actuar en nosotros como rémora que impida la marcha. No debemos desanimarnos por un pasado defectuoso, ni adormilarnos en un pasado engañosamente infructuoso. Debemos olvidarnos -con San Pablo- «de lo que queda atrás, lanzándonos hacia lo que está por delante». Así exhorta el segundo Isaías en el destierro a los desanimados: “No recordéis lo antiguo, las culpas que acarrearon el desastre. Cambiad la dirección de vuestra mirada ¿No notáis ya en vuestro interior que Dios hace brotar algo nuevo, llenándoos de esperanza?” Con el perdón total de su pasado, Cristo infunde a la adúltera ánimo y confianza para levantarse y caminar hacia adelante.

Resalta en este día el relato evangélico del perdón a la mujer adúltera. Este texto contrapone dos espíritus y dos actitudes: la de los letrados y fariseos, y la de Cristo. Somos como los letrados y fariseos cuando vivimos para sorprender el pecado de los demás, cuando hacemos preguntas capciosas para comprometer, cuando nos conformamos con ser externos cumplidores de todas las prácticas religiosas, cuando nos constituimos en jueces condenadores de los demás, cuando aplicamos la ley sin descubrir su espíritu, etc. Procedemos igual que ellos si no nos damos cuenta de que estamos cargados de miserias y por lo tanto no podemos juzgar al hermano. ¿Por qué razón suplicamos benevolencia para nosotros y gritamos intransigencia para los demás? ¿Por qué preferimos apedrear a salvar? En el gigantesco patio de vecindad en que hemos convertido el mundo enseguida nos escabullimos y desaparecemos sin dejar rastro cuando somos interpelados y movidos a coherencia: “el que esté limpio de pecado que arroje la primera piedra “.

Resalta por contraposición la actitud de Cristo, el inocente que no condena a la mujer pecadora y que morirá condenado en la cruz para pagar por nuestros pecados. La mirada y la palabra limpia de Jesús puso en pie a una mujer que estaba tirada por tierra. Salva a la mujer no tanto de las piedras, cuanto de ella misma, de su pasión descontrolada y de su inmadurez afectiva. En resumen, no debemos sufrir amnesia olvidándonos de nuestra realidad más indiscutible: que somos pecadores.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 43, 16-21 Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6
Filipenses 3, 8-14 San Juan 8, 1-11

 

de la Palabra a la Vida

Lucas, con su evangelio de la misericordia, nos ofrece durante la Cuaresma del ciclo C también la Cuaresma de la misericordia, y con ella nos revela la plenitud de su plan: “Dios no envió al mundo a su Hijo para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por Él”, dice san Juan. Resuenan las palabras de Ezequiel: “No quiere Dios la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.

“Algo nuevo», nos dice hoy la liturgia de la Palabra: Dios realiza algo nuevo, que en la profecía no se manifiesta aún, pero que se contempla en el evangelio. Esto que es nuevo nace del amor de Dios y conduce a purificar el amor de los hombres, reflejado en esta mujer pecadora:

La mujer pecadora del evangelio se acoge a la misericordia del Hijo precisamente para esto, para, arrepentida, poder llevar una vida nueva, que no es, ni más ni menos, que una vida según el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor que Cristo nos ha enseñado. La ley de Israel le habría negado esa posibilidad, pero el amor de Dios, su misericordia, le ofrece vivir una vida vuelta hacia Dios: realiza así algo nuevo, hace brotar entre el desierto el camino, entre el pecado el perdón, de tal forma que lo antiguo, lo de antaño, debe ser olvidado.

Contrasta esta actitud de Dios con la actitud del mundo de hoy: todo se etiqueta, todo se apunta, todo se guarda para hacer daño oportunamente. Dios hace algo nuevo. Sólo el amor puede hacer algo nuevo. Lo otro es cálculo, frialdad, resentimiento. Cuando Cristo trata así a la mujer adúltera, con amor, siembra el germen de una nueva vida, de una nueva sociedad: hace así con ella, y con los leprosos, y con los publicanos, y con el buen ladrón… es el germen de un pueblo nuevo, no movido por la condena al hermano, sino por la alabanza al Señor: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Cualquiera que ha experimentado la misericordia de Dios, que verdaderamente ha tomado conciencia del amor que se le ha ofrecido para limpiar sus pecados, sabe cual es su nueva ocupación, su nueva tarea: la alabanza de Dios. Todo lo anterior se convierte en basura, dice san Pablo en la segunda lectura, porque en volverse hacia Dios puede profundizar en el conocimiento de quien Dios es.

Creer en un mundo, una sociedad, un barrio, una parroquia o una familia en la que todos nos tratemos así no debería ser ejercicio de la imaginación, sino de la memoria: la Iglesia nos enseña cada día, en la celebración litúrgica, a no tener en cuenta nuestros pecados, sino a aprender a alabar al Señor. El cristiano participa en la asamblea litúrgica previamente reconciliado, por eso no tiene que fijarse en los pecados propios o ajenos ya, sino que, entrando en la alabanza de ese nuevo mundo, en ese camino nuevo en medio de la tempestad, se reconoce como hijo de Dios. Lo propio del hijo de Dios es pedir perdón, ser reconciliado, y después, «olvidándome de lo que queda atrás», alabar al Señor.


La Cuaresma va llegando a su fin: es el momento de hacer ese cambio en lo profundo del corazón, postrarnos a los pies de Jesús para obtener su perdón, y lanzarnos a la nueva vida de la alabanza divina, todos los días, en todos los lugares en los que estemos. Lo interesante de lo nuevo no es la novedad en sí, sino el amor infinito que manifiesta: cualquier experiencia o propuesta que haga la Iglesia hoy ha de nacer de ese amor nuevo, perseverante, fuerte por encima de todo cliché. Jesús ha amado así, ha asumido el misterio pascual así, y ha hecho algo nuevo, cargando con nuestros pecados Él, que no cometió pecado. Esa es la fuerza del amor, la del perdón, la de Dios por nosotros.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

El canto y la música cumplen su función de signos de una manera tanto más significativa cuanto “más estrechamente estén vinculadas a la acción litúrgica” (SC 112), según tres criterios principales: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea en los momentos previstos y el carácter solemne de la celebración. Participan así de la finalidad de las
palabras y de las acciones litúrgicas: la gloria de Dios y la santificación de los fieles (cf SC 112):

“¡Cuánto lloré al oír vuestros himnos y cánticos, fuertemente conmovido por las voces de vuestra Iglesia, que suavemente cantaba! Entraban aquellas voces en mis oídos, y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas (San Agustín, Confessiones 9, 6, 14).

La armonía de los signos (canto, música, palabras y acciones) es tanto más expresiva y fecunda cuanto más se expresa en la riqueza cultural propia del pueblo de Dios que celebra (cf SC 119). Por eso “foméntese con empeño el canto religioso popular, de modo que en los ejercicios piadosos y sagrados y en las mismas acciones litúrgicas”, conforme a las normas de la Iglesia “resuenen las voces de los fieles” (SC 118). Pero “los textos destinados al canto sagrado deben estar de acuerdo con la doctrina católica; más aún, deben tomase principalmente de la Sagrada Escritura y de las fuentes litúrgicas” (SC 121).


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1157-1158)

Para la Semana

 

Lunes 4:
Dan 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62. Ahora tengo que morir, siendo inocente.

Sal 22. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo.

Jn 8, 1-11. El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
Martes 5:

Núm 21, 4-9. Los mordidos por serpientes quedarán sanos al mirar a la serpiente de bronce.

Sal 101. Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti.

Jn 8, 21-30. Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy.
Miércoles 6:

Dan 3, 14-20.91-92.95. Dios envió a su ángel a librar a sus siervos.

Salmo: Dn 3, 52-56. A ti gloria y alabanza por los siglos.

Jn 8, 31-42. Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres
Jueves 7:

Gén 17, 3-9. Te hago padre de muchedumbre de pueblos.

Sal 104. R. El Señor se acuerda de su alianza eternamente.

Jn 8, 51-59. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día.
Viernes 8:

Jer 20, 10-13. El Señor es mi fuerte defensor.

Sal 17. En el peligro invoqué al Señor, y me escuchó.

Jn 10, 31-42. Intentaron detenerlo, pero se les escabulló de las manos.
Sábado 9:

Ez 37,21-28. Los haré una sola nación.

Jer 31,10-13. El Señor nos guardará como un pastor a su rebaño.

Jn 11,45-57. Para reunir a los hijos de Dios dispersos.