Martes 29-3-2022, IV de Cuaresma (Jn 5,1-16)

«Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”». La escena que se nos invita a contemplar no sucede precisamente en la intimidad. El lugar está repleto de gente. En aquel sitio, en los soportales de la piscina de Betesda –nos narra con detalle el Evangelio– «allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos». Todos se agolpaban en torno a la piscina, esperando que esa agua medicinal los curara de su enfermedad. Pero Jesús se fijó sólo en uno. No sabemos si fue por su larga enfermedad, por su paciente espera o por su soledad, pero sólo se fijó en él. De entre todo el gentío, los ojos del Señor se posaron en aquel hombre postrado. Para Dios no hay multitudes, ni masas anónimas. Los hombres no somos para él una producción “en cadena”, creados en serie como los coches, todos iguales. Cada uno de nosotros somos únicos, especiales e insustituibles para él. Cada uno ocupamos un lugar especial –irremplazable– en su corazón. Y también hoy Jesús se acerca a nosotros, ve nuestra miseria y nos dice: «¿Quieres quedar sano?»

«El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”». La respuesta del paralítico no pudo ser más humillante. ¡Claro que quería quedar sano! Pero no podía solo. Y tú y yo, ¿podemos solos librarnos de nuestras miserias? ¿Podemos solos quedarnos limpios de nuestros pecados? ¿Podemos solos aprender a amar? Uno de los grandes mitos de la modernidad es el “hombre hecho a sí mismo”, que no necesita de nada ni de nadie para ser él mismo. El hombre autosuficiente, que se define sus propias metas y crea sus propias reglas. Pero ese hombre está postrado, porque solo no puede levantarse. Cree que lo puede todo por sí mismo, pero no es más que una ilusión. Desgraciadamente, los horrores de una pandemia o de la guerra nos han abierto los ojos. ¿De verdad podemos solos eliminar todo el mal del mundo?

«Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar». El paralítico esperaba una pequeña ayuda para acercarse a la piscina, pero Jesús le dio mucho más. Como sabía que solo no conseguiría nada, su confianza en Jesús se vio colmada. ¡Y más que colmada! Dios nunca se deja ganar en generosidad. Bastaba un pequeño empujón… pero Cristo le alzó de su humillación. Le devolvió la salud, la vida, la esperanza. Quizás en nuestro mundo hemos perdido la esperanza porque esperamos sólo en nuestras fuerzas. Porque esperamos sólo en nosotros mismos. Pero así nunca saldremos de nuestra postración, nunca venceremos el mal del mundo. Sin Dios, no hay esperanza posible. Y sin esperanza, no hay razón para vivir. ¡Devolvamos al mundo la esperanza! ¡Devolvamos el mundo a Dios!