Miércoles 30-3-2022, IV de Cuaresma (Jn 5,17-30)

«Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo». Hace algunos años estaba muy de moda una canción que se cantaba en Misa en lugar del Credo. Aparte del hecho de cambiar el Credo de toda la Iglesia por una canción compuesta por no se sabe quién –lo cual me parecía bastante pretencioso–, me llamaba poderosamente la atención la letra: “Creo en Dios, arquitecto, ingeniero, artesano, carpintero, albañil y armador…”. Eso mismo afirman los librepensadores, racionalistas y masones de ayer y de hoy. Dios es el Arquitecto Supremo, que mediante su Razón ha puesto en marcha el Universo con sus leyes, pero que luego se ha desentendido de él; y el mundo sigue su curso ajeno a Dios. Pero los cristianos no creemos eso; nosotros creemos en “Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Dios es un Padre providente, que cuida y conoce hasta la más pequeña mota de polvo del Universo. Él se preocupa de todos los seres, todo lo puede, todo lo sabe y todo lo quiere. Él actúa siempre. Ese es nuestro Dios, no un arquitecto frío y distante, sino un Padre amante y cercano. Este es el Dios que ha manifestado Jesucristo.

«Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no solo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios». Para entender el misterio de la Cruz –que se revelará en su plenitud y majestad el Viernes Santo– tenemos antes que entender el porqué del rechazo de los judíos a Jesús. Los judíos no negaron a Jesús porque fuera un liberal que quería acabar con todas las antiguas tradiciones, tampoco porque fuese un revolucionario que quería cambiar todo el orden establecido, ni porque fuera un gran sabio que deshacía todas sus mentiras. Los judíos rechazaron a Jesús porque tenía una pretensión única e inaceptable: se hacía igual a Dios. Al llamar a Dios Padre suyo, se autoproclamaba Hijo de Dios. Y esta pretensión una de dos: o es verdad o es una blasfemia intolerable. Esta fue la razón del odio, de las burlas, de los castigos, de la cruz. Jesús murió porque decía ser Dios, y no por ninguna otra razón. Los Evangelios lo dejan meridianamente claro. La misión de Jesús no fue de carácter social, político o filosófico, sino estrictamente religioso: él vino al mundo a mostrarnos quién es Dios. Y los que no quieren entender esto, se pierden lo esencial de la figura de Jesús de Nazaret.

«No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió». De nuevo, aquí el Señor explica la esencia de su ser y su misión: hacer la voluntad del Padre. Por eso, la verdad más íntima que define quién es Jesús es ser el Hijo de Dios. Toda la vida de Cristo no se entiende si no es desde su relación única y absoluta con el Padre: «El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace». Jesús ha venido a la tierra a cumplir la voluntad de su Padre, y así salvar a los hombres. Es la obediencia de Cristo la que salva el mundo. Y sólo reconociendo a Jesús como el Hijo de Dios podemos entrar nosotros en su obediencia –en su sí filial al Padre–, y así participar de su salvación: «En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida».