Jueves 31-3-2022, IV de Cuaresma (Jn 5,31-47)

«Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad». Hace ya tres siglos, un hombre llamado Rousseau formuló una de las más duras críticas al cristianismo. Desde entonces, se ha repetido esa acusación contra la fe, hasta nuestros días. Oigamos al mismo Rousseau: “Dios ha hablado; gran palabra es esa. ¿Y a quién ha hablado? A los hombres. Pues, ¿cómo yo no he oído lo que ha dicho? Ha encargado a otros hombres que os repitieran sus palabras. Ya entiendo: son hombres los que me van a decir lo que Dios ha dicho. Hubiera preferido oírselo a Dios mismo. (…) ¡Siempre testimonios humanos! ¡Siempre hombres que me cuentan lo que han contado otros hombres! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!” En el fondo, todos tenemos un pequeño Rousseau dentro… ¡y cómo nos gustaría que nos hablara Dios directamente! Pero Dios no quiere actuar así, porque no quiere forzar nuestra libertad. La fe es libre, porque es la libre aceptación del testimonio de otro. Es decir, la fe implica confiar en un testigo. Por otra parte, ¿quién ha aprendido a hablar él solo?, ¿o a amar?, ¿o a andar?, ¿o a ser persona? En el fondo, lo más importante –la vida, nuestro cuerpo, el amor, la fe…– lo hemos recibido de otros.

«Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado». Dios ha querido que llegáramos a la verdad a través de los demás y con los demás, pero evidentemente no vale cualquier testigo ni cualquier testimonio. Es más, cuanto más importante es el testimonio, de mayor credibilidad tiene que ser el testigo. Y aquí se trata del mismo Dios, es decir, de la salvación eterna. Para eso no vale cualquiera. Pero Jesús dice de sí mismo: «Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí». ¡Es una pretensión inaudita! A Jesús no le avala un cualquiera, sino su mismo Padre. Su sabiduría incomparable, sus milagros, su amor incondicional y, sobre todo, su sacrificio en la Cruz son su mejor garantía de credibilidad. Porque, al final, sólo el amor es digno de fe. Y Jesús ha amado hasta el extremo. ¿No te fiarías de alguien que ha dado la vida por ti, sin condiciones ni intereses? ¿No te fiarías de alguien que ha muerto precisamente por ser fiel a su misión?

«Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida». Junto con los testigos que hablan de él y las obras que realiza, Jesús presenta un tercer testimonio: las Escrituras. Decía un Padre de la Iglesia –san Jerónimo se llamaba– que “quien desconoce las Escrituras, desconoce a Cristo”. ¿Cómo podemos saber quién es Jesús si no conocemos el Evangelio? ¿Dónde aprenderemos el obrar de Dios si no es en la Sagrada Escritura? Muchas veces nos preguntamos: ¿dónde están los testigos de Dios? Los tenemos en la Biblia, en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los tenemos también en la historia de la Iglesia, en los santos que han transparentado la luz de Dios en cada época. Tenemos una multitud de testigos de Dios que nos han precedido. La Palabra de Dios sigue resonando hoy en el mundo. Pero, si no hacemos caso a esos testigos, ¿cómo vamos a creer en Jesús?