Sábado 2-4-2022, IV de Cuaresma (Jn 7,40-53)

«Y así surgió entre la gente una discordia por su causa». Está claro que Cristo no dejó indiferente a nadie. Ante la revelación de Jesús como Hijo de Dios –en sus obras y palabras–, nadie pudo quedar al margen. Y es que, en el fondo, ante la cuestión de Dios el hombre no puede quedarse indiferente. Por eso, muchos aceptan a Jesús como un profeta, una persona que habla en nombre de Dios y enseña el camino del bien, pero nada más. Otros, sin embargo, le reconocen como el Mesías enviado de Dios, acogiendo con fe su mensaje. Hay también quienes se interrogan sobre la verdad, y discuten acaloradamente acerca del origen de Cristo. Por último, encontramos incluso algunos que quieren prenderlo para juzgarlo, hacerlo callar y quizás hasta matarlo. El debate que se origina en el pasaje evangélico de hoy nos muestra que no basta un buen sentimiento, o una vaga idea para aceptar o rechazar a Jesús. Es mucho más lo que está en juego. Cuando se trata de la fe, no podemos dejarnos guiar por rápidas impresiones o emociones intensas, tampoco por opiniones superficiales ni por soluciones fáciles. Las cosas de Dios requieren tiempo, pensamiento y reflexión. ¿Y to le dedico tiempo a pensar en la cuestión de Dios? ¿Dios es una prioridad en mi vida? ¿Busco sinceramente la verdad sobre Dios, sobre mi vida, sobre el mundo?

«¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la ley son unos malditos». Junto a la “gente”, el Evangelio nos presenta a los “sumos sacerdotes y fariseos”. También estos se posicionan en el debate sobre Jesús. Pero, ¿qué es lo que guía a los jefes del pueblo? No es la sincera búsqueda de la verdad, sino su propio interés egoísta. Como Jesús les resulta incómodo y les cuestiona su modo de vida, quieren deshacerse de él. Y para eso buscan los argumentos necesarios, recurriendo incluso a la Palabra de Dios: «Estudia y verás que de Galilea no salen profetas». Pero todo es una excusa para mantenerse en su cómoda situación de poder. Cuando nosotros nos planteamos la cuestión de Dios –el lugar que Dios ocupa en nuestra vida– debemos responder siempre con sinceridad de corazón. Muchos rechazan a Dios no porque hayan reflexionado sobre ello, sino porque la existencia de Dios les incomoda. Y luego buscan argumentos para defender su posición. ¿Pero es esa una búsqueda sincera de la verdad?

«Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo». El Evangelio, sin embargo, nos sorprende con un curioso personaje. Nicodemo es un fariseo que no se deja engañar por soluciones fáciles o sutiles sofismas. Él sí que busca la verdad con sinceridad en su corazón. Por eso tiempo atrás acudió a Jesús, aunque de noche por miedo a ser descubierto. La diferencia entre Nicodemo y los demás fariseos no es su conocimiento de las Escrituras, sino la rectitud de su corazón. Los otros jefes usaban todos sus conocimientos sobre Dios –y eran muchos– para aferrarse a su posición y mantener su estatus; Nicodemo buscaba con sabiduría la verdad sobre su vida. Ante la cuestión de Dios no bastan muchos argumentos, es imprescindible la rectitud de corazón. Sin ella, corremos el riesgo de justificarnos a nosotros mismos.