Domingo 3-4-2022, V de Cuaresma (Jn 8,1-11)

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Inmersos en la sociedad de los medios de comunicación de masas, estamos bastante acostumbrados a las “lapidaciones” públicas. Los pecados ajenos se airean y se condenan ante focos, cámaras y contertulios. Los telediarios parecen más bien una concatenación de sucesos, cada cual más esperpéntico. Y cuando vemos todas estas noticias, ¿en qué pensamos? Porque el pasaje del Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos: ¿cómo reacciono ante el pecado? Ante el pecado flagrante de la adúltera, los escribas y fariseos muestran su indignación y condena. Se escandalizan del adulterio, pero detrás de ese escándalo de los biempensantes no hay más que una tremenda hipocresía. Nosotros, que somos los “buenos”, nos escandalizamos de los comportamientos de los “malos”. Y así, la muchedumbre –de ayer y de hoy– lo que hace es acusar: señalando el mal desde la distancia, porque el mal siempre está en los otros, nunca en mí. Así, el mundo se divide en “buenos” y “malos”, y por supuesto yo siempre estoy en el primer grupo. Entonces me indigno por todo lo que hacen los demás, pero como si el mal no tuviera nada que ver conmigo.

«Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante». Cuando Jesús desmonta la hipocresía de la muchedumbre –«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra»–, se quedan en la escena él solo con la adúltera en medio. Pareciera como si aquella mujer no se hubiera dado cuenta de la marcha de sus acusadores. Y así es, porque se queda como paralizada, incapaz de reaccionar. Y aquí tenemos la segunda reacción ante el pecado, propia del pecador que se ve incapaz de salir de su pecado. El pecado nos esclaviza, y nos arroja a un pozo sin fondo del que somos incapaces de salir por nosotros mismos. ¡Cuántas veces lo hemos comprobado en nuestra propia carne! El pecado promete libertad, pero paga con esclavitud; promete felicidad, pero produce tristeza; promete vida, pero engendra muerte. El pecado nos paraliza, como la adúltera. Sin fuerzas y sin ayuda –porque el mundo al pecador humillado le da la espalda–, sólo queda la desesperanza.

«Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”». Pero la última palabra de esta historia no la tiene ni la indignada multitud ni la pecadora paralizada, sino aquel que ha venido a ser Médico y Maestro. Jesús reacciona con dureza ante el pecado, sí, pero con una extraordinaria misericordia ante la pecadora. Justo lo contrario que la multitud, que es tolerante con el pecado –“¡haz lo que quieras!, ¡sé libre!”–, pero inmisericorde con el pobre que experimenta las consecuencias del pecado. Sin embargo, Cristo no condena, sino que perdona. Y, al perdonar, demuestra que hay un Amor más grande que nuestros pecados. Nos muestra que, a pesar de todas nuestras infidelidades, hay uno que es fiel. Podemos tener siempre esperanza, porque el pecado no tiene la última palabra. Podemos tener esperanza, porque Dios es siempre fiel. Debemos recuperar la importancia del perdón como una fuerza sanadora y revitalizadora de las relaciones humanas. Es más, es el perdón la única fuerza capaz de transformar y cambiar los corazones.