Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre, con estas palabras nos sorprende el inicio del evangelio de este jueves, bueno, por lo menos, me sorprende a mí. Porque en este mundo la muerte y la vida se han convertido en tabú. La muerte, que nos acecha a cada paso, se ha domesticado, no el terrible e inexorable desenlace, no el miedo que nos genera la incertidumbre del qué pasará, cuando digo que se ha domesticado, digo que se ha deshumanizado, que se ha tecnificado, parece una realidad más sin significado.

Incluso, si me apuras, la muerte se ha convertido en un trámite de las películas… vivimos de espaldas a la muerte, por eso cuando nos visita, cuando inesperada o irreversiblemente aparece ante nuestra puerta nos sorprende con el pie cambiado. Solo me basta pensar en mis alumnos de teología a los que al hablar hoy de que San Ignacio proponía como método para discernir, hacer la pregunta, como si la muerte nos fuese a sorprender en este mismo momento, se les demudaba el rostro a un blanco mareo primo hermano del terror.

No morir para siempre es un deseo innato en el hombre, va asociado a u espíritu de supervivencia, pero a medida que peinamos canas o que ni canas podemos peinar, se despierta en nosotros la consciencia de la vida verdadera, el deseo de la vida eterna que en ningún caso puede ser como esta, lo explica con precisión el Papa Benedicto en su encíclica Spes Salvi, y lo entendemos todos los que hemos dejado atrás la adolescencia y la creencia de la inmortalidad.

Nos sabemos llamados a la Vida, pero balbuceamos, casi con pánico, o peor de forma automática el Ave María y su petición por los pecadores en la hora de la muerte… nos sabemos llamados a la Vida, pero algo nos chirría en los oídos al escuchar a la Santa de Ávila recitar su muero porque no muero… nos sabemos llamados a la Vida, pero al ver los Cristos que esta primavera poblarán de nuevo nuestras calles, no romperemos en lágrimas, dolidos por nuestros pecados y deseos del que el Señor, de verdad, nos acoja, y que en el momento de nuestra partida, sus labios pronuncien, solo como Él sabe, nuestro nombre, que, entonces, sabrá a eternidad.