Es duro ver tantos cadáveres asesinados en las noticias. Los que estamos acostumbrados a tratar con la muerte hemos estado cerca de la muerte de niños, jóvenes, maduros y ancianos y, -creo-, que no nos asusta. hay enfermedades, accidentes, riesgos y el propio desgaste de la vida. No se puede negar ni volverle la espalda. Pero ver a alguien asesinado por la locura, la ambición o el odio de alguien es muy diferente. ¿Qué pasa por la cabeza y el corazón de alguien que manda matar o asesina a otro hijo de Dios?.

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:

– «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»

Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.

Treinta monedas. No parece una cantidad muy exagerada, apenas daba para comprar un campo. Y por treinta monedas no sólo entrega a una persona, sino a aquel a quien había llamado, el Maestro y el Señor, con quien había compartido sus últimos años, visto sus milagros y escuchado sus enseñanzas. Parece mezquino. ¿Qué pasaría por la cabeza y el corazón de Judas?

A veces me preguntan ¿qué harías tú en situación de guerra? Sinceramente no losé, no he pasado esa experiencia y espero no pasarla -recemos por los que están en ella-, pero aunque de acaeza sé muy bien lo que tengo que hacer no sé lo que haría. Sin duda si nos preguntasen si venderíamos a Cristo responderíamos en seguida con un ¡No! rotundo. Pero si nos preguntan ¿Has vendido alguna vez a Cristo? Creo que después de un vergonzante silencio, al menos yo, tendría que responder que sí. 

Vamos a comenzar el Triduo Pascual, estamos a punto de sentarnos en la mesa del Señor. Hoy puedo, debo, preguntarme ¿cuales son mis treinta monedas? ¿Por qué pequeña cosa vendo a Cristo con un beso y le lanzo en manos de sus enemigos? ¿Con qué altanería le pregunto ¿Soy yo acaso, Maestro? mientras quiero señalar a otro? Antes de sentarme a la mesa del señor debo rechazar las treinta monedas. Peor me siento impotente, me atrae mucho el premio y mi maestro tantas veces me ha defraudado. Yo esperaba cosas de Dios y sólo me da la vida, me ofrece la Vida. Prefiero lo inmediato, lo de ahora, lo que puedo tocar y palpar aunque me conduzcan a ahorcarme. Me parece que no puedo rechazar las treinta monedas que tintinean en la bolsa del enemigo. Entonces leo: “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento.

Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos.

El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes ni salivazos.

El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí?

Comparezcamos juntos. ¿quién me acusará? Que se acerque.

Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?”

Yo no puedo condenarte ni entregarte, Señor, pero sólo tú puedes salvarme. Déjame sentarme a tu mesa, devolver esas treinta monedas y quedarme contigo, hasta el Calvario, hasta la Gloria.

Miremos a los ojos de María y descubramos nuestro auténtico tesoro.