Tiene que ser bastante frustrante ver que no ha servido de nada matar a Jesús cuando unas pocas semanas después, tienes delante ante el mismo tribunal del que formas parte, no uno sino once “jesuses”. Porque lo que le Espíritu Santo provocó en aquellos once es que el miedo se esfumó y ahora estaban ahí dando testimonio de la verdad con el mismo vigor y la misma fortaleza que Jesús poco antes de morir. Esta es la victoria de la pascua, como un fuego imposible de apagar que se propaga sí o sí. Por lo tanto, ante un hecho de estas características solo queda elegir entre formar parte de algo tan grande y maravilloso o pasar a la historia como aquel que intentó sin éxito detenerlo. Aquel tribunal lo sabía bien, no se habían quitado a Jesús de encima ni siquiera muerto; está claro que su sangre les hacía sentirse incómodos: “habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre”.

La respuesta de Pedro es valiente: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y la conclusión del relato es la exasperación de los miembros del sanedrín y la decisión de acabar con los apóstoles.

Ya sabemos lo que eso significará: una nueva multiplicación, un aumento aún mayor de los testigos, un triunfo más evidente aún de Jesucristo. Hoy Él en el evangelio que leemos sitúa la cuestión en ese mismo escenario. Él ha venido enviado por el Padre que lo ama y su misión es dar testimonio de ese amor a los hombres para que todos los que lo conozcan, puedan participar gratuitamente de su misma gloria.

Pero la realidad es que muchos, por no decir la mayoría, rechazan su testimonio y haciendo esto, desoyendo su testimonio lo único que consiguen es perder la oportunidad que se les brinda de vivir plenamente. Porque el que cree en el Hijo tiene la vida eterna. El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios.

¿Por qué nos cuesta tanto creer cuando es evidente que el Padre ama al Hijo y ha puesto en su mano todas las cosas?  Es exactamente lo que Jesús testimonia permanentemente, lo que los tres evangelios sinópticos no cesan de afirmar. No es pues un evangelio nuevo, Mateo, Lucas, Marcos exponen también ante nuestros ojos un Jesús que no cesa de hablar de «su Padre”. Incluso en el momento más doloroso y angustioso de su vida, Jesús llamará a Dios “abbá (padre)”.

Esa invocación y esa oblación nos hacen comprender que «el cristiano es testigo de obediencia, como Jesús, que se anonadó y en el huerto de los olivos dijo al Padre: “hágase tu voluntad, no la mía”. El cristiano es un testigo de obediencia, y si no estamos en esa senda de crecer en el testimonio de la obediencia no somos cristianos. Al menos, caminar por ese camino: testigo de obediencia, como Jesús. No es testigo de una idea, de una filosofía, de una empresa, de un banco, de un poder: es testigo de obediencia, como Jesús. Pero convertirse en testigo de obediencia es una gracia del Espíritu Santo. Solo el Espíritu puede hacernos testigos de obediencia» (Papa Francisco).

Pidamos a Dios poder ser testigos de obediencia, pidámosle este este Espíritu del que Pedro habla así: «Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen».