Celebrar la fiesta de Santa Catalina de Siena nos proporciona una muestra del carácter paradójico de la fe. Ella fue una mujer sencilla que no tenía preparación académica, es decir ni sabía leer ni sabía escribir y sin embargo llegó a ser proclamada doctora de la Iglesia.

La sabiduría a la que se refiere la iglesia no es fruto de la investigación o de la reflexión humana, sino que es un don y una revelación que vienen del cielo. Es la sabiduría que procede del amor.

La cuestión está en que no basta con escuchar lo que se nos revela, además hay que tener un corazón sencillo. Los pequeños, los pobres y los pecadores que se sienten necesitados acogen de verdad el ministerio de Jesús que nos dice: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.  Por eso Jesús bendice a Dios, su Padre, diciendo: “yo te alabo, Padre Señor del cielo de la tierra porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos”.

Es curioso que los que son más sencillos sean los que mejor pueden vivir esta fiesta. En el caso de Catalina, el origen de esta actitud está su relación especial con Jesús y su vinculación a la dulce Madre, la Virgen María. Estas relaciones fuertes le permitieron abordar una vida de extraordinaria penitencia y, sobre todo, las múltiples persecuciones y calumnias de que fue objeto.

Ella no sabe cómo serle más útil al Señor y a su Iglesia, a la que ama con toda su alma y por la cual se ha ofrecido como víctima. Un día se le aparece el Señor y le dice: «No puedes serme útil en nada, pero sí que me puedes servir ayudando al prójimo”. Y así lo hace con toda su alma. Le ayuda, le socorre, le sirve, le instruye y le da cuanto tiene para encaminarlo hacia Dios.

Esto es ser dichoso ante Dios. No tener otro plan sino el que Dios nos quiera dar. No preocuparnos por cosas que pasan y sin embargo poner el corazón en lo que tiene duración eterna en el cielo.