He llegado a la conclusión, después de muchas horas escuchando a quienes piden consejo para sus quehaceres, que arrancamos mal el siglo XXI. Hemos sido pioneros en algo que nos afecta gravemente. Nos hemos hecho con una nuevas instrucciones para la gestión de vivir, así de contundente, y he llegado a resumir ese cambio en una sola frase: vivimos bajo presión, y para salir de la presión sólo buscamos escapes. No sé si se me entiende. Pregunto a los matrimonios recién casados cómo les va su trabajo, y él me dice que se levanta a las cuatro de la mañana, ella a las siete, que se ven cuando llegan a casa a deshora, se ponen una serie y, cuando terminan los créditos de apertura, empiezan a cerrar los ojos. Me dicen que han elegido un tipo de vida que les abruma, pero cuando les pregunto si piensan hacer algo al respecto, me dicen que todo el mundo está así, que nadie se puede bajar del tren. Entre vivir y sinvivir, parece como si todos hubieran votado sinvivir. En los documentales de animales salvajes vemos cómo el leopardo busca su presa con tiempo y mimo, es decir, usa de su tiempo para preparar el ataque. Sin embargo el ser humano, salido de las manos de Dios a su imagen y semejanza, ha optado por dirigir el ataque hacia sí mismo, ha elegido la autodepredación, guau.

Dice el Señor en el Evangelio de hoy que hay que “trabajar no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”. Yo creo que es una frase que no cabe en las agendas del hombre contemporáneo. “Bastante tengo con sobrevivir”, dicen. “¿Un alimento que no perece?, ¡pero si pensar en el que perece me lleva media vida!”. Y así sale el hombre, despiezado, a fragmentos: un trozo para Dios, otro para el golf, otro para la familia, otro para los amigos de toda la vida. Y lo peor es que uno llega a la cama y no se duerme, porque hay todavía que despejar lo mucho que le espera al día siguiente.

La presión del día y el escape… la presión y el escape… así nos va. Tanta presión sólo puede conducir a escapes mayúsculos, la bebida, la ludopatía, la inanidad de las revisiones de fotos en Instagram, y la pérdida de un tiempo que es la estructura con la que Dios cuenta para hacerse el encontradizo. Y la oración se convierte en el apéndice del día, una especie de coletazo último que le decimos a Dios casi de mala gana, “es que hoy, como ayer, no he tenido tiempo, vaya, a ver si mañana…” Y le metemos en su bolsillo cinco minutos, diez minutos… ¡Al que es eterno le damos una migaja de diez minutos! Y eso es porque no sabemos trabajar por el alimento que perdura para la vida eterna. Nos dijeron que el trabajo nos pondría en sociedad, pero se olvidaron de enseñarnos a vivir. Y Dios no está en el centro del día. Ha desaparecido. No es que Dios no se deje oír, es que todos los días trabajamos para poner una piedra más en la Gran Muralla China de la incomunicación con Él.

Pero lo más irrisorio es que trabajamos por el metal que caduca, por las cosas que mueren. Ya lo decía San Pablo, nos esforzamos por el laurel de los vencedores (que se marchita al instante) y cuantas vigilias de entrenamiento por tan poco. ¡Qué pena que nadie nos haya enseñado a saber elegir!