Cristo no dejó un manual de teología o un catecismo. Ni largo, ni breve. Tampoco dejó leyes escritas, a modo de Código de Derecho Canónico. Él fundó la Iglesia contando con los seres humanos, con nuestra libertad, con nuestra evolución. Y así quiso dar el Espíritu Santo a su Iglesia para que, con el correr de los siglos, ésta fuera profundizando más y más, con el abolengo de los siglos y la experiencia acumulada, el contenido de la redención que el Maestro entregó a la Iglesia. La garantía de veracidad no estará nunca en el término «evolución», sino en el propio Espíritu Santo que guía a la Iglesia a hasta la verdad plena en cada época.

Hoy encontramos ni más ni menos que el primer Concilio de la Iglesia católica: el momento clave en que se ha de determinar cuál es la relación con el judaísmo, dado que la mayoría de cristianos eran de esa ascendiente y vivían con costumbres judías. La señal física por antonomasia era la circuncisión. Los apóstoles y presbíteros, custodios de la fe, se reúnen para tratar la cuestión. ¡Qué belleza!

Creo que la Tradición viva es la clave para entender bien el cristianismo. Me explico: a Jesús le interesó más el trato personal con cada creyente que dejar un código escrito. Cierto es que no dejó de hablar, y sus enseñanzas son muy profundas, pero ni se molestó en escribirlas. ¿¿El Verbo de Dios se hace carne y no deja nada escrito?? ¡Esto sí que es un fake!

Para Dios, el objetivo es transformar el corazón del creyente, inundarlo de su gracia y hacerlo fecundo. Este elemento de trato personal y familiar es la fuente de la fe: nacemos a la fe por quienes nos hablan de Dios, los que nos transmiten la tradición viva. Nuestros padres, abuelos, hermanos, amigos… De niños, apenas nos sabemos oraciones, pero ya tenemos trato con Jesús. Luego, cuando vamos creciendo, necesitamos formarnos más: vamos leyendo la Biblia (incluso haciendo cursos) y aumentando los conocimientos del Magisterio de la Iglesia (en catequesis, catecumenados, cursos de formación). Mientras tanto, llevamos toda la vida acompañando a nuestros padre a Misa («¡Qué royo!», pensaba yo siempre mientras apagaba la tele), rezando por las noches y aprendiendo del fray ejemplo de nuestro entorno: lo que hemos visto y oído es lo que luego nos acerca a la Escritura y al Magisterio.

Aclaro que el término «tradición» no es «tradicionalismo»: éste se agarra al pasado y a las costumbres de modo formal, sin comprender su sentido profundo y omitiendo cualquier evolución; aquélla, observadora y sabia, toma de lo antiguo y lo adapta a lo nuevo, evolucionando sin romper con lo anterior.

La vida cristiana tiene estas tres patas: la Tradición, la Escritura y el Magisterio. Las tres son importantes, tanto como cada una de las patas de una silla que tiene 3. Para muchos, por ejemplo nuestros hermanos protestantes, lo primero es la Escritura; para muchos cristianos lo primero es el Magisterio. Afirmo que los dos son esenciales, pero dar categoría de «primero» o «más importante» a esos dos ha conducido muchas veces a los espiritualismos y a los dogmatismos (o moralismos). En cambio, mirar la Escritura y el Magisterio a través de la santidad de la Tradición (la vida De los Santos), al menos a mi me ha dado una perspectiva que creo del todo necesaria para comprender el fondo del cristianismo. Tuve la suerte en la carrera de contar con un gran profesor que nos explicó la Constitución Dogmática «Dei Verbum», que trata todo esto.