«Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros». Esta rotunda expresión impacta en el corazón de los destinatarios del primer Concilio… y en cuantos seguimos leyendo la Escritura y encontramos este relato. Sólo con una fe firme, joven, fiel y segura pueden hacerse afirmaciones de este calibre.

El nacimiento de la Iglesia y sus primeras dificultades están llenas de la acción divina del Paráclito que acompaña los mil avatares que nos narran los Hechos de los apóstoles. De un modo increíblemente visible, la acción divina acompañó esos primeros momentos, tan cruciales, en que el nuevo pueblo de Dios debía emprender la tarea de llevar el Evangelio a los confines del mundo, desarrollando una doctrina y unas costumbres inéditas. La referencia al judaísmo como esquema moral se descartó pronto por no llegar a la altura de la nueva vocación. Tampoco el paganismo servía para mucho. Los cristianos, provenientes de esos dos mundos religiosos y conceptuales, contaron con ayuda especial de la gracia para roturar un campo -el de la santidad cristiana- que nadie había sembrado aún.

El corazón de la novedad la encontramos en el evangelio de hoy: la relación de amistad con Dios explota por completo el modo de relación propio de un judío y un pagano con la divinidad. Ninguno de ellos afirmaría que el camino es la amistad con Dios. A Él se le escucha y obedece, o bien se le aplaca. Pero no es mi amigo.

Cristo mismo dice que esa amistad no nace de nosotros, sino de Él. De este modo, apareció una novedad completa en la historia de las religiones: no sólo que Dios se encarne plenamente (no sólo toma forma de hombre, sino que es completamente humano), sino que ese camino de la encarnación persigue un trato cercano e íntimo con el hombre, a quien elige según un amor de amistad.