Santos: Felipe Neri, fundador; Eleuterio, papa; Pedro Sans i Iordá, obispo mártir; Zacarías, Lamberto, obispos; Francisco Serrano, Joaquín Royo, Juan Alcober, Francisco Díaz, sacerdotes dominicos mártires; Simitrio, presbítero; Cuadrado, apologista; Felicísimo, Heraclio, Paulino, Prisco, Máxima, Montano, mártires; Alfeo, padre de Santiago, Albino, confesores; Berengario, monje; Exuperancio, abad; María Ana Jesús de Paredes, virgen; Carpo, discípulo de san Pablo.

Mariana de Jesús de Paredes y Flores es nombrada en su Patria como heroína de Ecuador.

Cuando nació en Quito el 31 de octubre de 1618, le pusieron el nombre de Mariana al bautizarla en la catedral el 22 de noviembre. Era la penúltima hija de los ocho hijos que formaban aquella unidad familiar piadosísima y que de vez en cuando se aumentaba temporalmente al dar albergue a otros niños pobres o huérfanos.

Mariana también se quedó huérfana muy pequeña, cuando tenía cuatro años; su hermana Jerónima, ya casada, y su marido, que ya tenían dos hijas de la misma edad de Mariana, se hicieron cargo de ella; juntas aprendieron las letras, música, canto y a tocar algunos instrumentos. Mariana destacó en la piedad familiar sobre sus sobrinas, hasta el punto de que, cuando tuvo que hacer la primera confesión y primera comunión al cumplir los ocho años de edad, el confesor Juan Camacho protestó por no haberla presentado antes por la preparación más que suficiente que la niña llevaba.

Complicó algo la vida familiar con sus arrebatos. Un día se escapó de casa con las otras dos pequeñas para ir a evangelizar a los indios manas; en otras ocasiones volvieron a escaparse con motivos apostólicos o ascéticos, como aquella en la que quisieron llevar vida eremítica en Pichincha, pero un toro bravo con cara de pocos amigos les hizo dar media vuelta, dando fin a la aventura; las tres solían pasar la mañana o la tarde entera rezando rosarios sin parar. Su hermana y el marido se hartaron de tener tantas santas en su casa y propusieron a Mariana la entrada en un convento, pero se resistió con todas sus fuerzas. Entonces vino la amenaza de aislarla de sus primas en la casa y a esto sí accedió. En la parte superior, en dos habitaciones aisladas, comenzó a hacer su vida solitaria y penitente, acompañada de un crucifijo, un montón de libros con vidas de santos que la apasionaban y una guitarra. ¡Ah, y un ataúd hecho a su medida para tener presente que todo lo presente pasa!

Se organizó muy unida a los jesuitas de la ciudad. Siempre bajo su dirección, se entregó a larguísima oración, a obras de mortificación tan atroz que dan escalofríos, a espantosos ayunos, a dormir poco y de mala manera, saliendo de su casa cada día a la misa o a atender a alguno de los enfermos que conocía, y aprovechando la salida para dar toda o parte de su comida a los más necesitados. Se hizo terciaria franciscana porque los jesuitas, que eran sus preferidos, no tenían tercera orden a la que poder adscribirse. Pero le vino bien aquel espíritu franciscano –tan enamorado de la naturaleza– para su sensible alma de poeta; lo supo captar al son que marca el Espíritu y hacerlo suyo de veras. Quizá el hecho de que a veces mandara flores a los impedidos sea una muestra.

Cuando se produjeron los terribles terremotos y epidemias del 1645 en Quito, Mariana propuso al Señor canjear su vida por el cese de aquellos desastres, y Dios se lo aceptó. Volvió la tranquilidad a la ciudad y se murió Mariana, en su casa, después de recibir los sacramentos, el 26 de mayo de 1645.

La canonizó en 1950 el papa Pío XII.

Sus reliquias reposan debajo del altar mayor de la Iglesia que lleva su nombre en Quito.

La nación ecuatoriana, agradecida, la nombró en 1946 «heroína de la Patria» por preferir el bien social al propio.

Posiblemente al hagiógrafo moderno le resulte duro, descalabrado, fuera de orden y de mesura la vida de oración, ayuno y penitencia de Mariana, cuando la lee. Y es que a nuestra mentalidad –tan generosa en la valoración de las comodidades y tan larga en la búsqueda de gozos– le parecen abusos contra la salud, locuras de atar, las exquisiteces a las que lleva a quien está enamorado ese tan raro amor a Dios de los santos. Y las califica como excesos improcedentes.