SÁBADO VII SEMANA DE PASCUA. VIGILIA DE PENTECOSTÉS

san Juan 7, 37-39

Al llegar a Roma Pablo convoca a los principales de entre los judíos. Era importante la colonia judía en Roma. Y poderosa. Tenía leyes propias que le permitían vivir con entera libertad su religión y no debían, ellos, los únicos, adorar litúrgicamente al emperador.

Las autoridades de Jerusalén, sin embargo, le entregaron a los romanos. Una vez interrogado, estos vieron que deberían ponerle en libertad, pero, como los principales de los judíos se oponían y buscaban su condena por encima de todo, apeló al César … ¿Cómo, pues, viene a Roma cargado de esas cadenas? Por la esperanza de su pueblo. Por tal motivo ha querido convocarlos enseguida para hablar con ellos.

Comienza a hablarles de lo que se ha cumplido en Jesús, hasta el punto de que, también en Roma, se retiran en desacuerdo unos con otros. Y Pablo, como lleva haciéndolo hace tiempo, les anuncia que esa salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles. Ellos sí que escucharán.

Habiendo recorrido el camino global del “id y predicad el evangelio a todas las naciones”, todavía queda mucho por hacer: ir pueblo a pueblo, persona a persona, uno a uno, ensayando esa predicación a las condiciones personales y culturales de cada uno de nosotros. Es una manera de decirnos: ¿has visto lo que hizo Pablo?, pues bien, ahora te toca a ti. Nosotros debemos ser, pues, los nuevos Pablos. La evangelización está ahora en nuestras manos.

También nuestra madre la Virgen nos recuerda que, con la gracia del Espíritu Santo, la labor del Evangelio está en nuestras manos.