Hoy celebramos a la Virgen María bajo la advocación de Madre de la Iglesia. Se tarta de una memoria introducida por el papa Francisco y fijada para el día siguiente a Pentecostés. Si ayer contemplábamos los inicios de la Iglesia, con la efusión del Espíritu Santo y los inicios de la predicación apostólica, hoy nuestra mirada se dirige a María quien, junto a los apóstoles, perseveró en la oración a la espera del Espíritu Santo prometido por Jesús.

En la Clausura de la III sesión del Concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI proclamó a María Madre de la Iglesia. He aquí un fragmento del discurso que pronunció aquel día:

Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.

Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.

La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquél, que desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores; es decir, de la Iglesia”.

El evangelio de hoy, que recoge el momento en que Jesús, desde la Cruz, pone a María al cuidado de Juan y al discípulo amado en manos de María. La Iglesia, verdadero cuerpo místico de Cristo, crece al amparo de la Madre de Jesús, que también es madre nuestra. Ella intercede para que la redención obrada por Cristo llegue a todos los hombres. De ella aprendemos a vivir como nos enseña Jesús.