Hoy paseando con dos amigos, uno de ellos, al cruzarse le ha gritado a una señora que caminaba en dirección contraria: ¡adiós, buena moza!. Caso flagrante de micromachismo, salvo por el detalle de que la señora es su mujer y llevan 58 años casados.

Me encantan las historias de amor, pero no los romances cursis. Un matrimonio de 58 años es una historia de amor, no un romance cursi. Que un señor, hecho y derecho, piropee a su mujer, hecha y derecha, es algo hermoso. El amor debería ser para siempre. Me entristece pensar que uno de los dos algún dia se quedará viudo («hasta que la muerte nos separe»). La muerte nos separa de quienes amamos, entre otras cosas.

Nuestro Salvador no tiene que ser alguien que solucione los problemas de este mundo, alguien que acabe con las guerras y tariga la paz, alguien que proporcione bienestar, el Salvador de este mundo tiene que ser alguien que sea más fuerte que la muerte. La salvación de este mundo, mi salvación, pasa por un amor que sea más fuerte que la muerte. Cuando uno sueña con que alguien le ame, no sueña que ese alguien un día morirá. Uno puede aceptar, resignarse a, pero no desear un amor que no sea perdurable más allá de la muerte.

Dios cuando nos habla de su amor, como en la primera lectura de hoy, del profeta Oseas, nos habla de un amor así: «me casaré contigo en matrimonio perpetuo…». En el evangelio contemplamos, asombrados y sobrecogidos, a alguien que puede con la muerte.