No hay nada que merezca tanto nuestro reconocimiento, nada que se haga más digno de autoridad sobre nosotros que el amor. Basta con pensar en las personas bajo cuya autoridad nos hemos confiado, siempre han merecido esa fe, porque antes habían acreditado su amor por nosotros.

Así pasa hoy con Jesús en el evangelio. Él dice que tiene autoridad sobre el sábado, es señor del sábado. Por eso los discípulos van abriendo el camino a su paso realizando un gesto, arrancar espigas, que habla de la autoridad que le adorna. Por eso, ante el escándalo de los fariseos por la actitud de los discípulos de Jesús, el maestro responde recordando dos casos uno clásico, del reinado de David, y otro contemporáneo suyo, de la actividad litúrgica del templo, en los que se realizan “trabajos” prohibidos en sábado sin que se quebrante por ello la ley.

Y es que en el evangelio de hoy el Señor nos da una norma de conducta muy sencilla: la compasión. Él es el mesías siervo que compadecido de su pueblo sufre y se entrega en sacrificio de expiación por sus pecados. Esa es la verdadera ofrenda, el verdadero sacrificio: dar la vida por amor. Un sacrificio que realiza verdaderamente lo que los antiguos sacrificios tan solo podían preparar y señalar. Es la autoridad del amor que se traduce en la elección libre y personal de dar la vida por amor.

No es cuestión de ritualismo exterior sino cuestión de corazón. Y un corazón sin compasión es un corazón autosuficiente, que va adelante sostenido por su propio egoísmo, que se vuelve fuerte sólo con ideologías, que solo se mira a sí mismo, que se engríe con el orgullo y la prepotencia. Es, en definitiva, un corazón endurecido, de piedra. En los corazones duros no puede entrar el Señor.

El Señor entra en los corazones que se asemejan al suyo, en los que están abiertos a la conversión, en los corazones que son misericordiosos, en los corazones sensibles a las necesidades de los que le rodean, en los corazones abiertos al perdón, en los corazones que no llevan cuentas del mal. Dios es el único que puede juzgar en lo profundo de los corazones.

A nosotros nos toca rezar, dar ejemplo, quizá un consejo y seguir adelante. Dios nos trata con grandeza de corazón, con bondad, con piedad… y nosotros, ¿no podemos hacer lo mismo con los demás? Contemplemos a Cristo en la cruz. ¡Él es amor, es compasión!

Vivamos con generosidad, con grandeza de corazón como Jesús. En el Evangelio de hoy, nos demanda: «Misericordia quiero y no sacrificio». Tendríamos que repetírnoslo muchas veces, para grabarlo en nuestro corazón: Dios, rico en misericordia, nos quiere misericordiosos. «¡Qué cercano está Dios de quien confiesa su misericordia! Sí; Dios no anda lejos de los contritos de corazón» (San Agustín). ¡Y qué lejos estás de Dios cuando permites que tu corazón se endurezca como una piedra!