Me gusta mucho que el Señor no pormenorice la parábola del sembrador. Habla mejor de sus oyentes, que a veces parecen una panda de espectadores con muy poquita imaginación, unos tipos aburridos a quienes hay que contárselo todo para espabilarlos. Al niño que hay que explicarle el cuento, se le minusvalora la fantasía. Poner de nuestra parte forma parte de todo intercambio verdadero. Ayer me contó una amiga, que su hija acababa de terminar de leerse Guerra y Paz, la niña tiene quince años. Lo malo es creer que esta criaturita es un prodigio. No, sencillamente le han caído unos padres que han sabido ofrecerle Tolstoi en vez de Tic Toc. Estoy seguro de que si la obra de Tolstoi no fuera apasionante, la niña habría abandonado la lectura al inicio, pero se agarró a las páginas y no las dejó. Esa chiquilla ha aprendido a leer, no a juntar palabras. Alguien así genera en su interior un universo espiritual de fantasía, mitos, encuentros, personalidades, tipologías humanas, todo cuanto de espiritual Dios nos regaló para que se fuera cociendo en la marmita que llevamos dentro. Por eso el Señor espera de sus oyentes cierto nivel de mundo interior, una disposición creativa.

Cuando la joven Etty Hillesum, dos años antes de ser gaseada en Auschwitz, entra en el baño de su casa y delante del espejo decide tomarse en serio su mundo interior, no hace más que aprender a vivir con todas las consecuencias. Como se dijo a sí misma, tengo que meterme en mi interior. Y así comenzó a tomarse media hora de meditación al día, lectura constante de la Biblia, petición asidua de que crezca algo de Dios en ella, tal y como hay algo de Dios en la Novena sinfonía de Beethoven. Quiere que también surja algo de amor por dentro, no un amor de lujo de media hora, sino un amor con el que poder influir en las pequeñas acciones cotidianas. Claro, a gente así, no hace falta que el Señor les traduzca las parábolas, porque ya han puesto en marcha por dentro toda su capacidad de atención.

La época que nos ha tocado vivir necesita con urgencia un verdadero humanismo, una humanidad con una mano tendida hacia arriba, algo así. Sin embargo el materialismo capitalista del que san Juan Pablo II nos alertó en sus encíclicas, de la misma naturaleza que el materialismo marxista, amputa al hombre todas sus cualidades espirituales. Reconduce sus preguntas hacia el pragmatismo más ramplón, a la cobertura de sus negociados. Preocupa una época en la que podríamos poner en tela de juicio la última frase del Evangelio de hoy, el que tenga oídos para oír que oiga. Porque nos quedan oídos para enterarnos de las noticias y buscar la satisfacción de nuestro pequeño individualismo, mi tiempito de playa, mi cervecita, pero a mí que no me compliquen el verano con parábolas de sembradores que buscan tierra buena. Ya llegará septiembre, que ahora toca descansar.

No sé, la fe necesita doce meses al año para medrar. El Señor se vino a vivir con nosotros para darnos vida, y nos lo contó con miles de parábolas. Pero nos las tienen que explicar, estamos demasiado distraídos.