«Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi misericordia para contigo». Sólo por esta frase merecía ser escrito el libro de Jeremías. Un buen amigo sacerdote acaba de sacar un libro sobre el antiguo testamento («Crónica de una alianza: Antiguo Testamento») con el ánimo de que el católico medio abandone el dichoso tabú sobre el Dios terrible del antiguo testamento. No ha de serlo tanto si viene con deseos de amor eterno, ¿cierto?

La grandeza y magnanimidad del corazón de Cristo no aterriza de nuevas en la historia humana: ese mismo corazón del Salvador se ha manifestado una y mil veces a lo largo de todas las páginas de la Escritura. Es cierto que aparecen episodios tórridos como el asesinato de Caín, la vergonzosa burla de Cam, el adulterio de David, la idolatría de los reyes, la necedad de un pueblo que abandona la alianza de Yahveh… Pero es que todo eso es necesario porque nos habla de la vida humana tal y como es, con su grandeza y su pecado.

La victoria del amor no se descubre sino desde dentro del desarrollo de esa vida humana. Piénsalo bien: el Señor ama tu vida tal y como es, con su virtud y su pecado. Sólo de ese modo puede salvarla. No salva una vida que no existe, una fantasía: salva tu vida real. Y te acompaña en el transcurrir de tus experiencias, ayudándote a crecer con el ejemplo de buenos cristianos, corrigiéndote a través de hermanos veraces y de los batacazos (de los que debes aprender), perdonando tu pecado si el corazón lo merece por estar contrito. Todo eso eres tú. Y, con la gracia de Dios y un deseo de amarle más, Dios y tú crecéis cada día.

El problema sería que estuviéramos abandonados a nuestra suerte. Pero no: el Señor está con nosotros. Visita nuestra pequeñez y desea entrar en la vida de todos a través de la puerta del amor y de la fe. Así conquista la canea (descendiente de Cam) el corazón del Maestro. Y así lo debemos conquistar nosotros.