Nuestra Señora de la Fontcalda. Santos: Egidio (Gil), abad; Terenciano, Victorio, Constancio, Melecio, Prisco, Lupo, Sixto, Támaro, obispos; Anmón, diácono y mártir; Leto, Régulo, Vicente, Arturo, Inés, Castrense, Rosio, Heraclio, Secundino, Adyutorio, Marcos, Elpidio. Canión, Vindomio, mártires; Ana, profetisa; Verena, virgen; Josué, patriarca; Gedeón, juez.

Nació en Egipto durante la esclavitud que soportaron los hebreos por más de tres siglos. Sus buenos padres le pusieron por nombre Hosea que quiere decir «salvación», pero Moisés le cambiará el nombre por el de Josué «el Señor salva», cuando lo envíe a explorar la tierra Prometida. Es hijo de Num y el sexto descendiente de José, hijo de Jacob, el Patriarca. Recibió el espíritu de sabiduría por la imposición de las manos de Moisés y le sucedió igualmente en el don de profecía, mostrándose como el salvador de los hijos de Dios.

Fue el hombre fiel a Moisés; y esa actitud suponía mostrar fidelidad a Dios, por ser Moisés el mediador elegido por Yavé en todo lo que hacía referencia a la liberación del pueblo. Le acompañó por cuarenta días, cuando Dios le llamó para establecer la Alianza y darle las Tablas en el Sinaí, quedándose en el campamento Aarón y Jur. Moisés mismo le dio en el desierto el encargo de ponerse al frente de los guerreros, como caudillo, para pelear contra los amalecitas, que les cortaban el paso junto al Sinaí, mientras el Libertador se ponía a rogar a Dios por el triunfo de Israel; cuenta el libro sagrado que, en esta ocasión, mientras Moisés oraba con las manos en alto, el pueblo vencía, y, como cuando Moisés –cansado– bajaba los brazos, los enemigos prosperaban; por eso, hubieron de soportar a Moisés en actitud orante para vencer. Josué era un hombre piadoso; su sentido de lo sagrado le llevaba a mostrarse amante de permanecer junto a la tienda que guardaba el Arca de la Alianza. En tiempos de Moisés, siempre se mostró decidido a sofocar las rebeliones de aquel pueblo tan desconfiado y descontento: no soportó los carismas de Eldad y Meldad por temor a que la gente se rebelase; tampoco dejó de intervenir cuando se extendió por el campamento la desilusión y el descontento, a la vuelta de explorar la tierra que Dios les daba en herencia, al comprobarse la muerte de diez de los exploradores –quedaban solo Josué y Caleb– y el pueblo, temeroso y acobardado, comenzó a murmurar ante la nueva aventura de conquistar una tierra que, además de ser un sequedal, estaba ocupada por unos moradores poderosos.

Ya era la hora de poseer la tierra que Dios prometió a los israelitas al sacarlos de Egipto. Han pasado cuarenta años desde que sucedieron aquellos acontecimientos salvadores. Ahora es un pueblo joven el que está en las proximidades de Canaán. Son los hijos de los que Yahvé sacó con mano poderosa. Se han curtido en el inhóspito desierto donde han vivido del mimo de Dios y presenciando a diario sus grandezas. Tienen esculpida en su alma la idea de que solo siendo fieles a la Alianza tienen garantía de la protección de Dios. Josué es un varón pletórico de fe y casto, joven y fuerte, que mantiene la seguridad de que será Dios quien vencerá a los poderosos habitantes de la tierra que se les da en posesión. Tienen que pelearla, pero solo Dios les dará la victoria.

Han aprendido que aquella tierra que «manaba leche y miel» existía solo en la poesía y en la imaginación de la gente; sus habitantes les parecían gigantes y la herencia de Dios no vendría caída del cielo. Jericó es la plaza fuerte que les abrirá las puertas a la conquista. Posee murallas duras y sus habitantes están aprestados a defenderla. Es Dios quien habla ahora con Josué, como antes lo hiciera con Moisés, dándole instrucciones para la empresa. No se le pedirá pasividad, sino una disposición absoluta al misterio. La táctica guerrera sugerida es la más impensada y la menos descrita en las praxis de la guerra: hay que dar vueltas a la ciudad, cantando y tocando las trompetas. Así se caerán las potentes murallas de defensa.

Pero no solo se trataba de conquistar. Es también preciso que Josué cuide el reparto o distribución de las nuevas tierras entre las doce tribus y propicie su asentamiento. Además, se debe continuar la tradición legislativa mosaica para el bien del pueblo, cuidando las normas de convivencia en lo tocante a mantener el espíritu de la Alianza. Por mandato de Josué se circuncidaron los hijos de Israel que habían nacido en el desierto, se concretaron las celebraciones de las fiestas de la Pascua y la de los Tabernáculos y Josué pronunció bendiciones y maldiciones en los montes Hebal y Garizin.

No faltaron intervenciones prodigiosas de Dios en la conquista de la tierra y en el asentamiento del pueblo: pasaron el río Jordán de modo milagroso, a pie seco, como antes hubiera sucedido, allá en las orillas del mar Rojo; se conquistó Jericó con el estrepitoso derrumbamiento de sus murallas por favor divino; vino la oportuna protección de Dios que hizo caer del cielo oportunamente granizo en Betorón, cuando sufría el acoso de los enemigos; igual que –por la oración de Josué– se detuvo el curso del sol en Azaca. Este conquistador terminó por someter a la treintena de reyes madianitas.

Respetuoso con las tradiciones de familia, colocó en un sepulcro del campo de Jacob, cerca de Siquén, los restos de José, traídos de Egipto.

Murió a los ciento diez años y sus restos recibieron sepultura en Tamnasaret, en torno al año 1440 antes de Cristo.

Josué no puso un «pero» a los planes de Yahvé por más que la conquista de la Tierra Prometida pudiera parecer una gesta que desbordaba sus posibilidades y las de su pueblo. Hace lo que Dios quiere con la presteza que origina la fe y termina sucediendo como Dios dice. Y es que Dios se ríe de las encuestas; la lógica humana se ve superada con su poder y las estadísticas de los hombres se tornan enanas en su presencia. La fe hace que se caigan las más altas murallas de la tierra.