En el Evangelio de hoy la liturgia nos propone uno de los numerosos textos en los que se recoge la mala intención de los perseguidores de Jesús, que estaban pendientes del más mínimo detalle de la vida de nuestro Señor para criticarlo, para juzgarlo, para quitarle de en medio porque era muy incómodo. El evangelio de hoy utiliza una expresión más dura «estar al acecho», que en los diccionarios de lengua se aplica a la actitud o disposición de los depredadores en el momento de la caza.

Si hermanos, los fariseos querían devorar a Jesús, querían cazarlo. Que extraño nos resulta, o quizás no tanto, porque ese «estar al acecho» es una enfermedad más común entre nosotros de lo que nos cabría imaginar. O nunca hemos criticado a nadie, nunca hemos juzgado las actitudes de terceros, o hemos menospreciado las buenas de acciones de los demás. No hemos experimentado en nuestras relaciones que mientras a unos les permitimos todo a otros no les permitimos si quiera existir… No hemos encontrado gente que simplemente nos incomoda con su presencia… Lamentablemente sí.

Tal vez, si lo pensamos un momento, hasta podamos ponernos en el lugar de los fariseos, es que Jesús tenía unas cosas, curar en sábado, con la cantidad de días que hay en la semana… incluso, tal vez podría parecernos que Jesús era un poco revolucionario, algo transgresor… Entramos así de lleno en esa dinámica que cegó a los vecinos del Señor, y que sigue cegando hoy a tantos que simplemente no saben ver, que no saben entender…

Si hermanos, la clave del evangelio de hoy es si somos capaces de ver los milagros que hace Dios, si somos capaces de reconocerlo cercano e inesperado, algo transgresor en medio de esta realidad, demasiadas veces triste.

Se imaginan llegar a las puertas del cielo y sentarse junto a Jesús a ver nuestra vida como en un cine de verano, y darse cuenta de la cantidad de veces que nos hemos comportado como los enemigos de Jesús en este relato, todas las veces que hemos sido absolutamente incapaces de reconocer el bien y el amor de Dios que se desborda en nuestros contornos preocupados y ocupados en extrañas elucubraciones…

Yo solo espero que el Evangelio pueda despertarme cada día, que me abra los ojos del alma para reconocer el bien que Dios va dejando en el mundo, el amor encarnado que es revolucionario, que rompe los esquemas y los prejuicios, pero que, sobre todo, nos hace profundamente felices.