Es la excusa más habitual para no hacer las lecturas en misa. Hay feligreses a los que no hay forma de explicarles que no tienen por que ser los que hagan siempre las lecturas y a otros, la mayoría, no hay forma humana de conseguir que lean. Es llamativo que personas adultas y maduras tengan tantas dificultades para vencer la timidez y el miedo al ridículo. Otra cosa muy típica es que las iglesias se van llenando de atrás adelante, pero si no se llenan queda una especie de agujero negro entre las primeras filas, que suelen estar ocupadas desde hace siglos por las mismas personas, y las filas del fondo, donde se esconden en el anonimato la mayoría de los asistentes. Los llamados del cura a acercarse al altar suelen cosechar una escasa o nula reacción por parte de los feligreses que, especialmente en estas ocasiones, parece fueran estatuas.

Sería interesante, por parte de la Conferencia Episcopal, o quien corresponda, un estudio sociológico para saber si esta proverbial timidez es algo autóctono, peculiar, hispano o un problema de alcance global. En cualquier caso podemos avanzar que el católico medio es poco propenso a significarse.

Sin embargo el Señor dice que «un candil se pone en el candelero para que haya luz»; lo que venimos hablando sería un problema menor si no fuese por que da la sensación de que el cristiano tiende a esconderse también fuera de la iglesia. El evangelio de hoy contradice la idea, comunmente asumida, de que la fe es un asunto privado que pertenece al ámbito de la más estricta intimidad.

La verdad es que me da igual si la gente lee o no lee, a veces es mejor que algunos no lean, y me da igual dónde se quiera sentar cada uno. Lo que no me da igual es que una gran mayoría de cristianos no considere algo inherente a su fe el dar público testimonio de la misma.