Ayer, el problema era que había uno que no era “de los nuestros” que expulsaba demonios en nombre de Jesús. Y eso desataba una airada reacción entre los discípulos, hasta el punto de que pretendieron prohibírselo. Hoy, la cosa es que no los reciben en una aldea de Samaría. Se habían dado cuenta de que eran galileos yendo hacia Jerusalén y por eso no los habían recibido. Y está actitud de los samaritanos había despertado la ira de Juan, el “hijo del trueno”, que enajenado, le pide al Señor que mande fuego desde cielo para que acabe con “sus enemigos”. Qué ejemplos tan ilustrativos de la mezquindad del corazón del hombre.

¿Cómo es posible que siendo felices y teniendo motivos para estar tan agradecidos por el don recibido, sin embargo, caigamos tantas veces en estas actitudes que aparecen en los evangelios? Por un lado, sentir como una amenaza el hecho de que haya otros haciendo lo mismo y con nuestra misma intención, pero sin pedirnos permiso para hacerlo. Por otro lado, que no nos entiendan ni nos reciban cordialmente sino ser mal vistos y rechazados. En ambas situaciones, la reacción inmediata de los discípulos habla muy mal de ellos. Jesús lo expresa diciendo: “no sabéis de qué espíritu sois”. Ciertamente, uno de los problemas de nuestra sociedad es la falta de libertad interior para hacer lo que uno realmente quiere hacer y no aquello que sus emociones mal gestionadas le arrastran a hacer. Tanto en la vida social como en la vida familiar descubrimos muchas veces que actuamos arrastrados por emociones negativas que nos llevan a hacer daño a los otros por nuestra falta de autodominio, razón por la cual no conseguimos obrar libremente según el bien conocido y elegido. Una muestra de ello es la crispación, la hipersensibilidad, que nos hace sentirnos agredidos a la mínima de cambio y nos arrastra a responder con la misma moneda.

Es urgente cambiar la mirada sobre la realidad y principalmente sobre las personas. Es urgente pedirle a Dios la mirada compasiva y llena de ternura que descubrimos siempre en el corazón de Jesús. Cuando pensamos bien y miramos bien la realidad no se desatan las emociones negativas ni nos arrastran, sino que al pensar bien actuamos bien y somos verdaderamente libres.

A Jesús le dolería especialmente la reacción de Juan, su discípulo amado, porque acababa de manifestar con toda claridad cuál era la meta de su camino y la intención que le movía a llegar hasta el final. Jesús había tomado la determinación de subir a Jerusalén, porque se acercaba la hora de subir al cielo. Se nos dicen dos cosas aquí. Jesús era consciente de lo que le esperaba en Jerusalén, algo que anunció al menos en tres ocasiones con toda claridad a los suyos: ser rechazado, ser ejecutado, morir y resucitar. Y, por otro lado, había elegido con todo conocimiento y determinación ese destino. Como dice en otro lugar: “nadie me quita la vida, yo la entrego libremente”. Por eso le duele que los discípulos reaccionen así ante la primera ocasión que surge de asumir el rechazo y el desprecio. No habían entendido nada.

Le pido al Señor que tengamos un corazón agradecido por el don recibido y que no nos veamos superiores a los otros ni les despreciemos por ningún motivo. Al contrario, que sus pobrezas y errores, incluso el hecho de que nos puedan rechazar por ser discípulos de Jesús, no nos arrastren ni al desprecio ni al resentimiento. Que cuando seamos rechazados por su causa recordemos que Jesús ya nos lo había anunciado y por ese mismo motivo nos llamó bienaventurados. “Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5, 10 -12).