Qué día más bonito este de la Virgen del Rosario para aprender a rezarlo. Es decir, apartar de nuestra mente el concepto del mantra, del ejercicio de una repetición que nos ayuda a entrar en un estado de conciencia, porque eso no es rezar el rosario. El rosario es la repetición del pobre, del amante, del niño. El pobre apenas habla porque lleva en su cara su petición y le sobran las palabras, el amante repite lo mucho que ama y usa también una variedad muy modesta de palabras, y el niño está seguro de que lo poco que dice es todo lo que tiene que decir. Qué bonito sería que nuestro rosario fuera exactamente así, no hay nada más profundo que decir bendita sea la madre de Dios y caer en la cuenta de cuánto la necesitamos para saber tomar decisiones en la vida. La persona que busca hacer cosas muy grandes no entenderá jamás el rosario, Dios se encarnó para hacer cosas muy pequeñas, como entrar en el corazón de unos pescadores obtusos. Por eso hoy leemos el evangelio de la Anunciación, porque lo más grande que hizo una mujer en este mundo no fue escribir La señora Dalloway, ni ser primera ministra británica, ni ser una de las bailarinas más aclamadas de su tiempo, ni hacer llorar de emoción al público de todos los teatros de ópera del mundo con un prodigio de voz. Lo más grande que hizo una mujer fue decirle sí a Dios. La gran enseñanza: qué poco tiene que hacer el ser humano para que Dios haga todo el resto.

Ayer mismo leía en Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger, una frase maravillosa que tengo subrayada a tres colores: El sí humano sin reservas a Dios es lo único que puede constituir la verdadera adoración. Lo que Dios espera es el sí libre del amor, la única adoración y el único sacrificio que tienen sentido. Es un pensamiento muy poderoso, porque a veces creemos que adorar a Dios es usar más palabras de las que manejamos, y mejor elegidlas, y no es así. O pensamos que hacer un sacrificio a Dios es montar una performance descomunal de dolor y aspavientos. El futuro Benedicto XVI decía que la adoración y el sacrificio verdaderos se resumen en el sí de la Virgen. Porque es más fácil ayunar a pan y agua durante un mes que abrir las puertas del corazón al mismo Dios. En el primer caso se nos puede colar el orgullo, en el segundo sólo Dios puede entrar.

Me gustan mucho los cuadros en los que se ve al ángel Gabriel inclinado a los pies de la Virgen, por debajo de ella, con ese respeto absoluto de quien no se sabe digno. El ser espiritual no tiene nada que hacer frente a la Madre de Dios, porque en su placenta vivirá el Creador de todos nuestros animales domésticos que nos hacen tan felices, y del perfume de las plantas que alegran las noches meridionales. Una imagen tan poderosa nos hace ponernos en oración de forma inmediata. Gabriel no se atreve a entrar en la locura de Dios, va de puntillas, por delante el temblor y luego las palabras del saludo.

Por eso es tan necesario que el rezo del rosario sea lento, hay tanto que decir con tan poco. Como el consentimiento de los novios en la boda, en una frase sucede la entrega de todos los años por venir.