El Señor siempre está esperando nuestro pasito de fe, como diciéndonos, puedes, cuento con esas agallas espirituales. Mañana me voy con un grupo de peregrinos a hacer el Camino de Santiago, aunque llamarlo expresamente así sería muy poco fiel a la verdad. Vamos a hacer un trecho sui generis, con meditaciones, cinefórums, adoraciones, y sí, algo caminaremos, pero poco. Si uno se pone en camino de peregrinación para cumplir un programa, no sabe lo que es peregrinar. Tiene razón el filósofo judío Martin Buber, todos los viajes tienen un destino secreto que el viajero ignora. Dios sale al encuentro para romper el programa preestablecido y vestirlo todo con su novedad.

Eso les pasó a los leprosos del evangelio de este domingo, que de lejos pedían al Señor que los curara. En vez de hacerlo de inmediato, les dijo lo impensable, presentaos a los sacerdotes. ¿Perdón? Gente que estaba físicamente manchada y socialmente contaminada, que se escondían entre los riscos, no podían presentarse delante de gentes de autoridad y túnicas almidonadas. ¿Para qué?, ¿para que los lapidaran? Ellos que tenían que pasarse la campanilla unos a otros cuando se acercaban a un kilómetro de distancia de un corrillo de gentes para anunciar su presencia, y que se les acusaba de echar mal de ojo si se aproximaban, ¿van a presentarse delante de los sacerdotes judíos? Es de locos.

Pero en vez de arredrarse, se ponen en camino. Les ciega la fe en un hombre cuya voz autoritaria les asegura que no hay otro camino de curación. Siempre se nos ha explicado la educación maravillosa que había recibido el leproso que llega curado a dar gracias al Maestro. Un hombre al que de niño le dijeron, pequeño Yoshua, sé siempre agradecido, ¿cómo se dice?, gracias, eso es. Pero me parece más fascinante que una panda de seres extraterrestres (porque esa es su mejor definición al no poder formar parte del planeta conocido, con toda la codificación de sus relaciones sociales) se creyeran las palabras de Jesús. Su fe no sólo movió montañas, movió las pústulas de la piel, regeneró la dermis, la epidermis, los nervios periféricos, las lesiones cutáneas tan espantosas que obligaban a volver la mirada. En fin, es como si la acción de Dios fuera una reacción susceptible a la fe del ser humano, como que a Dios comienza a inquietarle el corazón al vernos dispuestos.

Me encanta que Dios vaya en serio con el hombre, no nos ha creado con una programación de algoritmos que reproducen el diseño de su creador. No, la criatura humana es incierta. Me entusiasma Desayuno de campeones, la novela canónica de Kurt Vonnegut que le encumbró como uno de los escritores más disparatados de la última mitad del siglo XX. Allí el escritor se refiere a la relación que el creador literario tiene con sus criaturas de ficción. Dice que se le van de las manos (qué bueno es esto), no hay vínculos de alambres de acero, entre él y sus personajes hay un vínculo de gomas dadas de sí, se le escapan. Ese es el ser humano, alguien libre, que va y viene, que piensa por sí mismo, que es capaz de asesinar a un inocente y decirle sí a Dios, que tiene libertad para decidirse por un millón de caminos, y que sólo la elección verdadera le devuelve el rostro de su Creador.

Qué suerte los leprosos, no porque dejaran de serlo, sino porque se fiaron a la hora de ponerse en camino. El milagro empezó mucho antes.