El evangelio nos trae otro encuentro entre Jesús y un fariseo, conocedor y observante de la Ley. Le había invitado a comer a su casa y el Señor, una vez más, acepta porque busca la conversión de su corazón y que se abra a la verdadera salvación del hombre, que es Cristo mismo. A nuestro Señor no le interesa “ganar” una discusión sobre ningún tema, le interesa cada hombre, su salvación. El fariseo se sorprende porque Jesús no se lava las manos antes de comer, que era una costumbre casi elevada al rango de ley para los judíos, pero en el fondo un precepto humano. Con esto el señor demuestra dos cosas. Lo primero, que lavarse las manos no es una ley divina De ser así, Cristo jamás desobedecería la voluntad del Padre. Además. quiere mostrar su libertad frente a lo que son normas y preceptos humanos, y de este modo ayudarle a descubrir dónde está la verdadera libertad del hombre, que es precisamente en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Es decir, en la entrega de la propia voluntad a la voluntad de Dios.

En la primera lectura San Pablo nos plantea esto mismo. Y nos muestra cómo Cristo nos ha liberado y traído la verdadera libertad: su persona, la gracia, su vida misma. La verdadera sabiduría, aquella que conduce a la “Vida” nos ha sido revelada en los Mandamientos divinos, no en los preceptos y costumbres humanas. San Pablo afirma con fuerza cómo es Cristo quien salva y no la circuncisión. San Agustín nos explica cómo es esa relación libertad-amor-Mandamientos y pecado-esclavitud. “La libertad primera consiste en estar exentos de crímenes … como el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, … Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta. (…) ¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque ‘siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón’ … Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador? … Más, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos” (Comentario al Evangelio de San Juan 41, 9 -10).

Creceremos como hijos de Dios en la misma medida en que madura nuestra libertad, en aquella “libertad para la que Cristo nos ha liberado” (Ga 5,1). Cuanto mayor sea nuestra correspondencia a la gracia, seremos liberados del amor propio desordenado que nos impide amar a Dios “con todo el corazón. Entonces alcanzaremos una libertad mayor sobre nuestros deseos y tendencias, que se pondrán al servicio del amor a Dios, de cumplir su voluntad.

Miremos a María, donde encontramos un modelo acabado de obediencia y libertad haciéndose la esclava del Señor.