“Os voy a enseñar a quién tenéis que temer: temed al que, después de la muerte, tiene poder para arrojar a la “gehenna”. A ese tenéis que temer, os lo digo yo”. No puede ser más claro el Señor. Únicamente habremos de temer a lo que puede apartarnos de él. Conviene no ser ingenuos. Tenemos un enemigo: el diablo que, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar (cf 1 Pt 5, 8).

El pecado es obra de la libertad del hombre y de factores que se sitúan más allá de lo humano. Donde conciencia, voluntad y sensibilidad están en contacto con las oscuras fuerzas del mal, del “misterio de la iniquidad” (2 Tes 2,7). Un combate en el que no estamos solos. San Pablo nos exhorta a reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los Principados, las Potestades, las Dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires” (Ef 6,10-12).

El pecado es la decisión de un hijo que ya no quiere ser hijo, que quiere vivir “lejos” de su Padre, “despilfarrar su fortuna” – cfr. Lc 15, 12-13 -. No es un descuido, una falta de ortografía, un pequeño error. Y tiene consecuencias muy serias. Vivir de espaldas a Dios cambia profundamente al hombre y sus relaciones con los demás, destruye la fraternidad. El corazón del hombre, como nos recordaba el Papa Francisco en una catequesis sobre la oración, “cediendo a la tentación del Maligno, es presa de delirios de omnipotencia: “Si comemos el fruto del árbol, nos haremos semejantes a Dios” (cf. v. 5). Y esta es la tentación: esta es la ambición que penetra en el corazón. Pero la experiencia va en la dirección opuesta: sus ojos se abren y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. El mal se vuelve aún más arrollador con la segunda generación humana, es más fuerte: es la historia de Caín y Abel. El mal se asoma a su corazón y Caín es incapaz de dominarlo. El mal empieza a penetrar en el corazón: los pensamientos son siempre los de mirar mal al otro, con sospecha”.

Sin embargo, ll pecado no tiene la última palabra ¡Cómo iba a tener la última palabra el demonio o nuestra miseria! ¡Dios es más grande que nuestro pecado! “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). “La misericordia de Dios ha puesto un límite al mal” (Juan Pablo II, “Memoria e identidad”). Es como Dios dijera al mal ¡Hasta aquí llega tu poder! Esto “no supone una banalización del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructiva, abraza y transforma el mal en el sufrimiento, en el foco de su amor sufriente. El día de la venganza y el año de la Misericordia, coinciden en el Misterio Pascual, en Cristo muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios, que en la persona de su Hijo sufre por nosotros. Y así, cuanto más estemos tocados de la Misericordia de Dios, tanto más entraremos en solidaridad con su sufrimiento” (Ratzinger, Misa antes del Cónclave, 21-IV-2005).

La “revancha” de Dios ante nuestros pecados es “salir corriendo” a nuestro encuentro. Tocarnos con su misericordia. Hacernos llorar lágrimas de amor. Sabernos la debilidad de Dios nos ayudará a ir, sin temor, a Él con corazón contrito y humillado.