En el Evangelio de hoy leemos una oración de Cristo en voz alta: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien”. Los planes de Dios siempre nos desconciertan. No ha elegido los grandes medios, los hombres poderosos y sabios para realizar la salvación de los hombres. La elección de Belén para que naciera el Mesías pone de manifiesto esto ¿Qué era Belén? ¿No habría sido mejor – más inteligente y eficaz – Roma? También nos desconcierta ver a Dios anonadado, es algo que nos desborda. ¡Dios en un pesebre! El creador del cielo y de la tierra, de todo cuanto existe. Hemos de aprender a pensar con la lógica de Dios. Abajamiento, humildad, desprendimiento, … La lógica de Dios no es la nuestra. Es la lógica de la humildad, de lo que aparentemente no vale nada; del aparente fracaso.

Es muy importante porque la humildad es la morada de la caridad. Es como el humus en que se enraízan todas las virtudes. Sta. Teresa, cuya fiesta celebramos hoy decía que la humildad es “andar en la verdad”. La verdad de lo que somos. Para ser humildes conocernos bien y el conocernos bien nos hará humildes. Cuando falta la caridad se hace imposible. La soberbia tiende a proyectar en los demás lo que en realidad son imperfecciones y errores de uno mismo. Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: “Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros” (San Agustín, “Comentarios sobre los salmos”, 30, 2)»

La humildad es palpar nuestra indigencia, nuestra incapacidad, nuestro desvalimiento, cuando no tenemos asidero humano, … entonces … Dios se levanta como columna segura. Es preciso saberse – de verdad -poco. Cuando piensas que estás insuficientemente valorado, cuando nos avergüenzan nuestros pecados, … ¡Ese es el momento de Dios! Elías, profeta terrible, degolló a los profetas de Baal (1 R 18). Un hombre con genio, fortaleza, gran personalidad, sin embargo, ante una amenaza de la reina huyó ¡Temió y huyó! – En la soledad del desierto sintió la desolación, su desnudez – no soy mejor que mis padres – y se echó para morir. Entonces fue la hora de Dios. ¡Cuántas experiencias como estas! ¿Acaso no hemos experimentado muchas veces que cuando no reconocemos que ya no podemos, que no somos capaces, es entonces cuando Dios se manifiesta con toda su grandeza y poder? Dios es paradójico.

Cuando el agua nos llegue al cuello, … ¡esperar! ¡es la hora de Dios! Él nos llenará de ganas, de fortaleza, de eficacia, de sabiduría. Pero antes hay que saborear, tocar con los dedos, nuestra pequeñez, nuestras limitaciones. No forjarse una imagen ideal de nosotros mismos. El Señor, con un humilde, se luce. No se ve ya a fulanito sino al Señor. Si miramos la obra de renovación que hizo Santa Teresa en el Carmelo se puede comprobar esto. Una mujer pequeña, pero con mucho amor de Dios – ¡y mucho carácter y fortaleza!- fue un instrumento muy valioso en las manos de Dios.

Pedir a María, de cuya humildad y pequeñez se prendó Dios, que nos hagamos humildes.