Una de las cualidades de la realidad —que los filósofos llamaban trascendentales— es que es BUENA. Y lo es precisamente porque existe gracias a un acto creador de Dios. Todo lo que existe es bueno, como recuerda el Génesis: «Y vio Dios que era muy bueno». La realidad es una, buena, verdadera y bella. Estas cualidades nos toca descubrirlas de diversos modos, en nuestros diversos estados de vida (niñez, madurez) y nuestra diversas percepciones debido a la educación, las cualidades personales e intelectuales, y otros muchos factores. Pero son elementos siempre presentes, que los vivimos de modo inconsciente: existimos en un mundo que tiene todas esas cualidades. Y justo estas cualidades de la realidad son las que entran en crisis en una cultura y una filosofía relativista, que pone en duda la misma existencia de la verdad. Como consecuencia, se ven afectados los otros aspectos de la realidad: deja de ser una, buena y bella. Aparecen entonces modos deformes de entenderlo todo, el caldo de cultivo perfectos para unas ideologías completamente devastadoras.

En un lenguaje no filosófico, diríamos que la creación entera es un regalo y como tal debe ser recibido. Nuestra propia existencia, la vida, es un don, un regalo. El mayor para unos padres que aman la vida.

El evangelio de hoy nos invita a profundizar en el modo propio que tiene el cristiano de amar, conocer, utilizar y disfrutar la realidad: según el plan de Dios. De este modo, la vivencia de todo, incluso nuestra propia vida, la miraremos según la vocación y la naturaleza propia de cada cosa, según es querida, amada y creada por el Señor.

Tenemos especial problema con los apegos a los bienes materiales, por ser los más necesarios e inmediatos que sacuden nuestros sentidos, y fácilmente se pueden convertir en sonidos ensordecedores que tapan la música suave y bella de la sinfonía divina de la vida cotidiana.

El mundo creado comparte elementos materiales y espirituales, ambos necesarios y accesibles cada día de nuestra vida. Mucho hemos de aprender del Señor a calibrar cómo los amamos, cómo nos apegamos, cómo nos impactan.

El caso de las herencias que le presentan a Cristo es el eterno dolor de cabeza de infinidad de familias. Y así seguirá siendo mientras nos aferremos a bienes materiales que, con tanta frecuencia, son anclas del corazón, cuando no auténticas bombas que rompen las relaciones más íntimas, como la de nuestros hermanos de sangre. Una vez vi en un pueblo una puerta de una casa (como de 80 cm de ancha), dividida en dos. Imposibles entradas a un hogar roto por la codicia.