La obra del evangelista san Lucas es crucial para comprender la relación entre Cristo y la Iglesia. El resto de los evangelios centran su mirada en la vida de Cristo y con ello ponen punto y final. Pero Lucas, después de recoger ordenadamente los hechos en torno a la vida de Cristo, dedicó otro tomo a narrarnos lo que pasó los años siguientes. ¡Bravo!

Los Hechos de los Apóstoles nos introducen en los primeros años de vida de la Iglesia, comenzando por la ascensión y acompañando a los dos apóstoles que son la síntesis de la fe: San Pedro y San Pablo, a quienes celebramos en una misma fiesta litúrgica y a quienes se les representa juntos, uno con las llaves y otro con la espada.

La Iglesia no es invento humano, sino que brota del corazón de Cristo. Es él quien convoca y quien envía, como hace hoy con los setenta y dos. Una vez resucitado y elevado al cielo, no deja la tierra, sino que con el don de su Espíritu Santo, acontecido en la fiesta de Pentecostés, continua realizando la obra divina de la salvación de la humanidad convocando la Iglesia, haciéndola nacer de su costado abierto, sanándola de sus heridas, haciéndola fecunda en santidad y en expansión. Aquello que sucedió de manos de Jesús continúa realizándose ahora por manos de los discípulos.

No se puede creer en Cristo sin creer en la Iglesia. Si quitas uno, quitas lo otro. Son dos caras de una misma moneda. Esta tentación está hoy especialmente presente en el ambiente y en el corazón de muchos cristianos. Recemos para que comprendamos bien aquello que confesamos: que la Iglesia es voluntad de Cristo, y que Él la quiere una, santa, católica y apostólica. Un santo sacerdote, cuando experimentaba las fragilidades de la Iglesia, tenía la costumbre de rezar ese artículo de la fe, añadiendo la coletilla «a pesar de los pesares».

El envoltorio institucional de la Iglesia es esencial para su desarrollo y el cumplimiento de su fin. Además, forma parte de la naturaleza humana crear estructuras que favorezcan el desarrollo de las capacidades que tenemos. A eso le llamamos civilización. Ciertamente la Iglesia es santa porque Santo es quien la sostiene. Pero nosotros estamos en vías de ser santos, aunque no lo somos.

Quizá nos ayude contemplar la cruz de Cristo al hilo de los pecados de la Iglesia. Pero con una condición esencial: incluir también los tuyos y los míos, que nos llevan con frecuencia al sacramento de la confesión. Quitando a los infantes bautizados, el resto caminamos formando la Iglesia, sumando nuestras capacidades y nuestros deseos de santidad; pero también arrastramos nuestras fragilidades y pecados. El Señor lo quiere así. No podemos sacar eso de la ecuación. Y, por esta razón, comprendemos que la cruz de Cristo y su sufrimiento hay que entenderla especialmente orientado a la purificación de los pecados de «los que estamos dentro», de los que estamos convencidos. Sólo así evitaremos la deserción de Cristo cuando contemplamos los pecados que hay dentro de la Iglesia. Los escándalos de los que formamos la Iglesia nacen con ella. En los Hechos de los Apóstoles aparecen ya un buen número de ellos. Hoy San Pablo llora desconsolado por la traición de los suyos.

Cristo sí. Iglesia también, a pesar de los pesares.