san Mateo 5, 1-12ª

“Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Es el Señor quien así nos anima en un día especialmente significativo para recordar estas palabras: el día de todos los Santos.

La Iglesia pone delante de nuestros ojos un pasaje conocido por todos como “el sermón de la montaña”, o más adecuadamente, “el sermón de las bienaventuranzas”. 

Ciertamente la dicha mayor, la mejor buenaventura que nos puede pasar es conseguir la vida eterna y estar con Dios todos los días, después de nuestro paso por la tierra. Habremos conseguido el fin para el que nacimos. ¡Qué poco nos paramos a pensar en la finalidad de nuestra vida!, lo que da sentido a nuestra existencia, el para qué estoy en la tierra. 

Los hombres de fe tienen una suerte enorme sobre los incrédulos o los ateos (y esto no quiere ser, ni de lejos, ofensivo). No podemos dejar de dar gracias a Dios por tener fe (don gratuito de Dios), que nos hace vivir, dentro de las penalidades propias de esta vida (enfermedades, contradicciones, muertes de seres queridos, traiciones o injusticias), con la alegría, la dicha, de saber cuál es el final que aguarda a los que se esfuerzan por vivir las bienaventuranzas que predica el Maestro.

Hoy, esa alegría y buena ventura, queda muy patente y manifiesta. Primero, porque la Iglesia quiere que celebremos a todos los santos que no son sino los que han muerto en gracia de Dios, con su alma, limpia a los ojos de Dios: porque a santo, a dichoso o bienaventurado, no llega el que nunca peca (miramos a San Pedro), sino el que siempre se arrepiente (seguimos mirando a San Pedro).

El Evangelio, sin embargo, parece lleno de contradicciones … o paradojas, que los que no tienen fe no pueden llegar a entender el sentido pleno de lo que está diciendo el Señor: ¿Cómo se puede llamar “dichosos” a los pobres, a los que sufren, o a los que lloran?; ¿cómo atreverse a llamar “bienaventurados” a los que padecen hambre y sed de justicia? Si nos atrevemos a detenernos en estas “contradicciones” podremos sacar muchas consecuencias para nuestra vida. Consecuencias que harán que nuestras “desgracias” se transformen en alegrías. 

Esto es, precisamente lo que han hecho los santos. Para ellos la vida no ha sido un camino de rosas, sino que, conociendo bien las bienaventuranzas, han caminado por la tierra convirtiendo las espinas que “pinchaban” y les hacían sangrar (el sangrar del alma, que es más doloroso que cualquier otra herida corporal) pétalos de rosas que, sólo con los ojos del alma sobrenatural, se puede ver. 

La fe es el colirio que limpia la retina para ver las realidades de este mundo con ojos de hijo de Dios. Dios quiere regalarnos ese colirio; en este proceder divino debemos de permanecer quieto, con los ojos muy abiertos y, sobre todo, dejar que nuestro Padre Dios derrame dentro de nuestros ojos, toda su lluvia de gotas de gracia, de modo que lo que permanecía oculto, o resultaba borroso, se haga patente o nítido.

La Virgen María, ejemplo de santidad, dejó obrar a Dios. La fe, la gracia y la unión con su Hijo, transformaron toda su vida en una Bienaventuranza.