Jueves 17-11-2022, XXXIII del Tiempo Ordinario (Lc 19,41-44)

«Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando». Hay al este de Jerusalén, en la dirección del camino que viene de Jericó, una iglesia llamada Dominus flevit. Está al otro lado del torrente Cedrón, sobre el monte de los Olivos, desde donde Jesús entró a Jerusalén para su última Pascua terrena. Desde ese montículo se contempla una impresionante panorámica de la Ciudad Santa: con el templo, la ciudad de David… Una tradición de siglos señala que fue este el lugar desde el cual el Señor, antes de entrar en la ciudad, lloró sobre ella al contemplarla. Jesús llora. Llora porque es verdadero hombre, y tiene un corazón de carne, como el nuestro. Me parece que nos viene muy bien contemplar en nuestra oración a Cristo derramando lágrimas. Él mismo había dicho: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». Cristo no es de piedra, y ante el mal del mundo se necesita llorar. Él llora por los que miramos a otro lado para no ver las injusticias de nuestro alrededor. Él llora por todos los que derraman lágrimas en la soledad sin que nadie les consuele. Él llora por todos aquellos a los que ni se les ha dado tiempo de llorar. Cuando llores, acuérdate de que Él también lloró. Y lloró por ti.

«¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!». A Jesús le duele el pecado de los hombres. Le duele la obstinación de tantos corazones que se resisten y se resistirán a su venida. Le duele porque Él vino al mundo para salvarlo y conducirlo a la paz, pero los hombres lo rechazamos: «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron». Jesús sufrió un rechazo total, porque no queremos su paz, su libertad, su salvación. Pero Él tiene entrañas de misericordia, y por eso se compadece de nosotros, se estremece en todo su ser y llora. Derrama lágrimas por Jerusalén y sus habitantes, pero sobre todo vierte sus lágrimas por cada uno de nosotros. Nosotros, como los judíos, como tantos y tantos, nos resistimos a su venida. Rechazamos su Cruz, ignoramos su inmenso Amor manifestado hasta el extremo. En el fondo de nuestro corazón, le hemos dicho tantas veces: “Has muerto por mí, y no me importa”. Por eso Jesús, hombre como nosotros, llora.

«Porque no reconociste el momento de tu venida». Verdaderamente, no hay más ciego que el que no quiere ver. Podemos abrir los ojos como Jesús y contemplar nuestra Jerusalén: familias que se rompen, niños que son asesinados en el vientre materno, países en guerra, cientos de miles de personas que no tienen donde refugiarse, unos con tanto y otros con tan poco, enemistades, rivalidades, imposiciones e intolerancias de todo, persecuciones crudelísimas de cristianos, odios, rencores… Nosotros también tenemos ojos, como Jesús. Y tenemos corazón. Acompañemos a Cristo en su dolor, en su oración, en sus lágrimas. Consolemos a ese Corazón sacratísimo que sigue sangrando por todo el mal del mundo. Dile en tu oración –y con tus obras: “Has muerto por mí, y a mí sí que me importa”.