Los evangelios de esta última semana están siendo muy intensos, no es que en otras semanas el Evangelio se nos ofrezca descafeinado, para nada, pero si es cierto que entorno a las primeras semanas del Adviento, nuestra atención se centra en los relatos apocalípticos que, no nos vamos a engañar, nos dejan algo intranquilos.

Un poco como la Saeta que canta Joan Manuel Serrat, en la que no canta al Señor de la Agonía, sino al que anduvo en la mar. Ciertamente nos gustan más los evangelios amables. Me enferma esa actitud «buenista», algo ñoña, que desvirtúa el Evangelio. Por eso el ejercicio de aprender a mirar, la realidad del evangelio, la realidad de la vida me parece fundamental para poder vivir en clave cristiana.

Por eso ante las profecías apocalípticas, creo que la mejor opción es mirar con los mejores ojos posibles la realidad, nuestra realidad es la que es, llamados a la eternidad, nos vamos a encontrar de frente con nuestra vida al final de nuestros días y, aún con las manos vacías, entregaremos a Dios lo vivido y lo único con peso específico en aquel momento es lo que hayamos vivido del evangelio. Si, nuestras licenciaturas, títulos y dineros no tiene peso específico ante Dios, pero las pequeñas gotas de amor, de evangelio que hemos repartido y sembrado serán las que nos sostengan. Desde aquí, al mirar nuestra vida podemos ver mucha luz, aunque, como es normal, no nos parezca suficiente y es que siempre se puede poner un poquito más de amor en el guiso de lo cotidiano.

Mirar nuestra vida, a los demás, a nuestra sociedad con los mejores ojos posibles se convierte así no en un ejercicio de ingenuidad, sino en una confesión de fe, en la que se hace patente que las palabras del Señor: FE, ESPERANZA y AMOR, ciertamente no han pasado, no pasan, no pasarán.