He pensado mucho en la suerte que tengo estos días, no me refiero a la lotería que está por venir, ni que un amigo me haya sugerido que escuche al compositor Kapustin, del que no había oído hablar y me esté fascinando. La suerte es comentar el Evangelio del día en la semana de Navidad, eso sí que es el gordo. En estos días en que tenemos las cuatro velas de Adviento encendidas y al salón de casa se le ha venido encima un ligero resplandor de castillo medieval, las lecturas empiezan a aproximarse cada vez más al pesebre. Ya empieza a oler a los animales que rodeaban al hijo de Dios. Éste no es un tiempo ordinario, es un tiempo imprevisible, porque empieza una nueva historia.

Desde que el emperador Augusto proclamara  su célebre Pax en todo el orbe romano, comienzan los edictos de auditoría de tierras y bienes, se organizan los censos del personal romano, llegando hasta contabilizar cinco millones de ciudadanos. El mundo entero parece de repente hablar un mismo idioma, el latín, la gente se cree que serán años de bienes, como cuando aparece la nieve, y que estos vendrán de las decisiones política. Los pueblos bajo la dominación romana se creen en una especie de fin de la historia, como ocurrió en Occidente tras la caída del muro de Berlín. San Lucas lo llamará la plenitud de los tiempos. Pero como todo lo que se sostiene con las manos humanas se sostiene con alfileres, y los tiempos políticos benignos son de esa frágil naturaleza, las paces prolongadas también finalizan, y los tiempos de revolución y revueltas vuelven a sacar sus dientes.

En cambio, inadvertidamente, ha nacido Cristo, el rey de la Paz, el que quita el pecado del mundo sin haberse autocoronado. El que pone serenidad en el corazón vulnerado, el que nos traslada al Reino de Dios sin movernos de casa, el que nos habla al oído entre un millón de voces que hay que aprender a descartar. Y todo esto lo celebramos ahora mismo. Hay que encender más velas, no sé, habría que tener un desván encima de nuestra casa con cientos de ellas justo para este momento, para aprender a poner un millón de luces que nos griten que no hay que dormirse.

Hoy mismo tenemos el ejemplo de quien no se fía de los nuevos tiempos que acaban de inaugurarse, Zacarias, el padre de Juan Bautista. Le dice al ángel que su historia no puede ser, que no, que los milagros son de tiempos de los patriarcas y de los profetas, pero que ahora las cosas han cambiado mucho, que bastante tienen los judíos con su situación de pobreza estructural. Qué diferencia con la Anunciación de María, toda disposición, toda atención. Así, como de inicio de esta semana, ponte a la Virgen en un rincón de tu interior. Como decía san Carlos de Foucauld, “necesitamos un profundo silencio para que Dios pueda construir una ermita dentro de nosotros”. Y en esa ermita quédate a oscuras con María, para que te diga cómo fiarse