A Isabel le ha llegado la hora de dar a luz, y entonces todo sucede como en los partos normales, hay que limpiar al niño, hay que darle de comer. Lo extraordinario sucedió en el vientre de Isabel, lo ordinario viene ahora con toda esa magnitud que tiene el nacimiento de un nuevo ser humano. Las cosas de Dios son tan normales que no se diferencian mucho de aquello que Proust denominaba los placeres y los días.

Desde luego un niño normal no iba a ser, el Señor denominó a Juan el más grande entre los nacidos de mujer. Pero su vida es el capítulo final de un libro que se cierra, es digamos el último de los grandes profetas que anuncian al Mesías. Por eso, el Señor añade que el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él. Con el nacimiento de Juan se acaba la primera parte de la historia jamás contada. Con el nacimiento de Cristo se inicia una nueva época en la que los profetas, sacerdotes y reyes son gentes de andar por casa. Al Papa le gusta hablar de la santidad de los hijos de Dios en términos poco llamativos, me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: en los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o por usar otra expresión, la clase media de la Santidad.

En el momento del bautismo, el bebé queda ungido como profeta, sacerdote y rey, así lo dice el ritual. Y ya no hace falta que la criatura se vaya a vivir a una cueva, se alimente de saltamontes y cosas poco apetitosas. O que viva en un palacio, como lo hiciera el rey David, simplemente debe intimar con Dios. Y todo lo que le sucede debe formar parte de un camino que conduce hacia el corazón de Cristo. ¿A qué se dedica la clase media de la santidad?, a entender de vinos, a estar atento al dolor ajeno, a saber distinguir la buena música de la pachanga, a estar disponible para ayudar a quien lo necesite, a formar una familia en la que en ocasiones parece que la alegría ha desaparecido, a amar a los padres mayores, a emocionarse con los animales, a saber vivir, a saber oír la voz de Dios en los días lectivos…

Cuando nace un niño, viene con ganas de hacerse notar. Nadie sabe de dónde saca una cosa tan pequeña tanta fuerza para autoafirmarse. Al principio lo hará inconscientemente, y a todos les hará mucha gracia, pero si la cosa prosigue, las gracietas se transforman en un carácter narcisista. Por eso, la mano de Dios tiene que estar con él. La estuvo junto a Juan, y la estará con quien se preste. Qué importante es ser padre y madre para que los hijos descubran que su reino no es de aquí…