Ayer celebrábamos el nacimiento de aquel que nos trae la Vida e, inmediatamente, celebramos el martirio de San Esteban. Parece una contradicción: celebrar la “Vida” y la muerte. El Señor nos da la clave: “Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 23-24). No estamos hablando de la vida biológica. El Verbo de Dios no se ha encarnado para que vivamos muchísimos años, con una salud de hierro y sin tener que padecer ningún sufrimiento. El Niño que nos ha nacido nos trae la vida eterna, nos hace ¡partícipes de la vida de Dios! Por eso podemos celebrar, en el sentido fuerte de la expresión, la muerte de Esteban, porque habiendo dado su vida por Cristo, participa ya de su Vida.

Mirar al Niño en la cueva de Belén, nos irá descubriendo esta lógica de Dios. Si estamos contentos, alegres, no es porque vayamos a ir en esta vida de “triunfo en triunfo”, sino porque la esperanza cierta que nos trae el Niño Dios nos permite “afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Benedicto XVI, Enc. Spes salvi, 1). Nuestra esperanza nunca es vana. Cuando nos sintamos tentados por el desaliento, si pensamos que Dios “tarda…” el profeta Habacuc da una respuesta: ‘si Dios tarda, espéralo, pues vendrá ciertamente sin retraso’ (Ha 2,3). Siempre representa una oportunidad para conformarnos a Jesucristo. La muerte de Esteban testimonia con su vida entregada la gran esperanza: es definitivamente amado, suceda lo que suceda, que este gran Amor le espera. El Papa Francisco nos recordaba cómo la esperanza cristiana es sólida, no decepciona, porque su fundamento, es lo más fiel y seguro que existe: el amor que Dios mismo nos tiene a cada uno de nosotros (cf. Audiencia general, 15-II-2017).

Necesitamos recuperar la certeza y la experiencia de esta esperanza. San Pablo escribía a los fieles de Éfeso, refiriéndose a su vida antes de conocer el Evangelio: vivíais entonces sin Cristo, sin esperanza y sin Dios en el mundo (cf. Ef 2,11-12). Con la fe, en cambio, habían recibido la esperanza, una esperanza que “no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). “Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza” (Benedicto XVI, Encíclica Spes salvi 27).

Que María, Madre del Niño y Madre nuestra, nos ayude a dar la vida cada día impulsados por la esperanza cierta de que su Hijo nos espera en el Cielo.