Las dos lecturas de hoy guardan se refieren al bautismo. Más evidente resulta en el evangelio: siendo Juan Bautista el protagonista, ¡cómo no iba a tratarse de ese asunto llevando tal apellido! Ante el cuestionario al que someten al protagonista, digno de un corrillo de cotillas de pueblo ansiosos de obtener información, Juan revela que él sólo bautiza con agua. No termina de decir lo que dice en otra parte del Evangelio: que Jesús bautizará con Espíritu Santo. Sin duda, el cambio es más que notable, teniendo en cuenta que las aguas simbólicas del bautismo llegan a su fin y que pasamos a un estadio superior por la inhabilitación de la Trinidad en nuestro corazón que consigue el sacramento del bautismo. Es la misma diferencia que entre Yoda y Kareem Abdul-Jabbar si quieres coger las galletas de lo alto de la estantería.

Más sibilina es la referencia de la primera lectura, pero ahí está. Dice el discípulo amado: «Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre; y esta es la promesa que él mismo nos hizo: la vida eterna».

No sé si has estado hace poco en un bautizo. Y si has estado, con toda probabilidad no se dijo lo que voy a contar, porque no lo suelen utilizar los sacerdotes —yo inclusive— por no liar a los padres. Al comienzo de la celebración, el sacerdote pregunta primero a los padres el nombre del niño. La segunda pregunta es la protagonista de este comentario: «Qué pedís a la iglesia para N.» (nb: «N» es el nombre de la criatura). El ritual del bautismo da opción a dos respuestas. La primera es la que se usa siempre, por ser lógica: nadie pide la boda, la primera comunión o la unción de enfermos. Se pide el bautizo.

La segunda opción es: «La vida eterna». ¡Vivir para siempre! Pero los padres no le pueden dar eso a los hijos. Pero Dios sí: Él es inmortal y nos comunica la promete la resurrección si permanecemos en Él. Para San Juan evangelista, un verbo clave de su evangelio es el de «permanecer» con Cristo. Sólo permaneciendo con él nos podrá comunicar lo que quiere darnos. Este principio metafísico y de sentido común lo entiende cualquiera: nadie puede dar lo que no tiene. Y si se tiene algo, no se puede dar si uno no quiere. En Cristo, ambas realidades juegan a nuestro favor: nos ama tanto que nos da libremente aquello que sólo Él, como Dios, tiene, que es vida eterna. Como dice Gabriel Marcel, «amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás». Cristo es Vida, y vida eterna para nosotros.