“Bienaventurados”. Qué bonito ver cómo Jesús nos ofrece un programa de vida no para estar contentos o pasar los días decentemente. El programa es para algo más ambicioso: ser felices. Ser dichosos. Alcanzar la plenitud. Una de las tentaciones más grandes del cristiano, de la que el demonio se sirve para morder sus deseos de crecimiento, es pensar que Dios no quiere nuestra felicidad. Que quiere ponernos a prueba, que quiere purificarnos, que quiere hacernos sufrir para que comprobemos lo dura que es la vida. ¡Pero no! Jesús es el primero que quiere tu felicidad. Quiere que sonrías. Que tus días estén llenos de sentido. Que no estés triste. Que tengas en tu corazón una luz que haga que tus jornadas sean un maravilloso canto de amor. Cuando el demonio nos muerde con esa tentación, es fácil que pensemos que los mandamientos son una carga sin sentido. Un obstáculo. Una mochila pesada que es difícil de cargar. Ojalá este pasaje de las Bienaventuranzas nos ayude a recordar que ni yo ni las personas que me quieren desean tanto mi felicidad como la desea Cristo.

Si quedamos convencidos de esta gran verdad, qué deseos más grandes brotarán en nuestro corazón de cumplir la voluntad de Dios. Señor, quiero lo que quieras, porque queriendo lo que quieres mi felicidad estará más cerca. Nosotros solemos buscar entretenernos, distraernos, anestesiarnos, pasar buenos ratos que al final son breves. Jesús quiere que la felicidad sea la música de fondo de nuestra vida. Que estemos contentos no en momentos muy puntuales, sino siempre. Pidámosle por ello al Señor el deseo de aspirar no a una felicidad mundana sino a la felicidad sobrenatural. No a la que se conforma con disfrutar por un momento de los bienes materiales sino a la que aspira a gozar siempre de los bienes del Cielo. Bienaventurados, sí. Bienaventurados porque Él nos ha elegido. Bienaventurados porque sólo Él nos enseña el camino de la verdadera felicidad. Bienaventurados porque si seguimos su voluntad encontraremos ese sentido que estamos buscando.