Martes 31-1-2023, IV del Tiempo Ordinario (Mc 5,21-43)

«Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente y preguntaba: “¿Quién me ha tocado el manto?”». Para meternos en esta escena, bien podemos imaginarnos en un vagón del Metro o un autobús en hora punta. Una muchedumbre anónima e indiferente se dirige a sus tareas; muchos rostros que caminan con prisa, sin importarles el resto de personas con las que se cruzan en su camino. Ciertamente, en momentos como este podemos tocar aquel fenómeno que el Papa Francisco describe como la «globalización de la indiferencia». Vivimos más hiper-conectados que nunca, y nunca nos han importado menos las personas con las que nos encontramos cada día. Pero Jesús no es así. A Él sí que le importa todo lo que pasa a su alrededor. Para el Señor no hay una masa anónima e indiferente: nos conoce a cada uno por nuestro nombre, conoce nuestras miserias y nuestras luchas. Por eso, ante un roce de una mano temblorosa, Él se para. Porque le importa ella. Porque le importas tú.

«La mujer, al comprender lo que le había ocurrido, se le echó a los pies y le confesó toda la verdad». En medio de empujones, gritos y trasiegos, había ocurrido un milagro inesperado. Aquella mujer, asustada y temblorosa, cayó entonces en la cuenta del infinito valor que tenía ella a los ojos de Cristo. Por ella, el Señor se había parado. Cuando ya había desesperado de su curación, se sentía abandonada por todos y seguro había llegado a dudar del buen Dios, experimentó la fuerza de ese Amor que le amaba no por lo que tenía o había hecho o aparentaba, sino porque era una hija necesitada. Y entonces le confesó todo. Ante un Dios al que le importo, no debo temer en mostrarme tal y como soy. No tengo que tener miedo a enseñarle mis miserias, mis debilidades, mis pecados. ¿Para qué caretas y máscaras tras las que esconderse? Él ya me conoce, ya lo sabe, y lo comprende con misericordia. Es más, yo soy lo más importante para Él. Él mismo lo ha dicho: «No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. (…) Porque eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo» (Is 43,1-4).

«¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Jesús, casi como si estuviera “de rebajas”, realiza dos milagros a la vez. Primero, curó las hemorragias de aquella mujer; luego, resucitó a la hija de Jairo. El segundo prodigio es aún mayor que el primero. Cuando todos los hombres veían a una niña muerta, con su vida truncada en la flor de la juventud, y sin futuro, Jesús levanta su voz para proclamar la verdad. La niña vive. Nosotros casi siempre nos equivocamos, porque juzgamos por las apariencias, exteriores y superficiales. Pero Dios ve el interior. A los hombres nos importan los títulos, las carreras, la fama, la cuenta corriente, las posesiones… Pero a Cristo no le interesa nada de eso. Él mira el corazón. Y aunque sea un corazón enfermo o incluso muerto, a Él le importa. Por eso, no dudó nunca en hacer el milagro.