Miércoles 1-2-2023, IV del Tiempo Ordinario (Mc 6,1-6)

«Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos». A veces, podemos confundir el Evangelio con otras novelas del género de aventuras. Pensamos que los tres años de vida pública de Jesús transcurrieron como los 80 días de vuelta al mundo de Phileas Fogg, o la búsqueda de la isla del tesoro de Jim Hawkins. Ciertamente, la vida del Señor debió de ser apasionante, pero eso no significa que sucedieran aventuras extraordinarias todos los días. Al contrario, Jesús era el primero que huía de todo protagonismo excesivo. Su día a día con los discípulos más cercanos fue tan intenso como sencillo. Jesús fue desde el principio “verdadero hombre”; un hombre que era Dios, sí, pero tan hombre como los demás. Y pasó la mayor parte de su vida –¡30 años!– oculto en un pueblo perdido de una región perdida de un rincón perdido para el mundo conocido. Y los otros tres años de su vida transcurrieron sobre todo en aldeas y ciudades corrientes, en medio del ajetreo de la gente y sus quehaceres: su pueblo natal, Cafarnaúm, Betsaida, el lago de Genesaret… El Hijo de Dios viene a la tierra, y lleva una vida sencilla y cotidiana, como nuestra vida corriente de cada día. Dios mismo vivió nuestro día a día, ¿y a nosotros se nos hace monótono y aburrido?

«¿No es este el carpintero, el hijo de María?». Jesús volvió al pueblo que le vio crecer para predicar también allí la buena Noticia que le había encargado su Padre. Sin embargo, sus vecinos de Nazaret, muchos de ellos familiares, conocidos e incluso amigos de la infancia, sospechan ante la aparente normalidad de Cristo. Él no aparece con gran aparato, rodeado de signos extraordinarios y grandes manifestaciones. El mismo al que vieron marcharse vuelve ahora. Poco había cambiado. Pero, entonces, «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos?». Tantas veces, sospechamos de lo que es cotidiano, sencillo y normal. Nos parece que Dios no puede hablar así, no puede tener nada que ver con lo de todos los días. De Dios esperamos sólo lo extraordinario. En el fondo, como los vecinos de Nazaret, nosotros tampoco creemos que a Dios se le pueda encontrar en nuestra vida ordinaria. Esperamos otra cosa. Y, así, cuando Jesús pasa a nuestro lado no nos damos cuenta…

«Y se admiraba de su falta de fe». El evangelista hace una profunda apreciación. Lo que les faltó a los vecinos de Jesús fue –sencillamente– fe. La fe que nos hace reconocer la presencia de Dios en todos los acontecimientos de nuestra vida, hasta los más insignificantes e intrascendentes. Dios habla y actúa a través de todos ellos, con tal de que queramos reconocerlo. En medio de nuestra vida del todo corriente, en medio de nuestra familia que pasa dificultades, del trabajo que nos cansa y agobia, de la vida que corre ante nuestros ojos, Dios nos sostiene, guía y acompaña. Quizás es un buen día hoy para pedirle a Cristo que le reconozcamos en nuestra vida de todos los días. Que sepamos descubrir un algo santo, divino, que se encierra en las cosas más pequeñas. Que aprendamos a ver a Dios detrás de cada puerta que cada instante abrimos. Es, en definitiva, una cuestión de fe.