PRIMERA LECTURA
Dijo Dios, y así fue.
Comienzo del libro del Génesis 1, 1-19
Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas.
Dijo Dios:
«Exista la luz».
Y la luz existió.
Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz «día» y a la tiniebla llamó «noche».
Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero.
Y dijo Dios:
«Exista un firmamento entre las aguas, que separe aguas de aguas».
E hizo Dios el firmamento y separó las aguas de debajo del firmamento de las aguas de encima del firmamento.
Y así fue.
Llamó Dios al firmamento «cielo».
Pasó una tarde, pasó una mañana: el día segundo.
Dijo Dios:
«Júntense las aguas de debajo del cielo en un solo sitio, y que aparezca lo seco».
Y así fue.
Y llamó Dios a lo seco «tierra», y a la masa de las aguas la llamó «mar».
Y vio Dios que era bueno.
Dijo Dios:
«Cúbrase la tierra de verdor, de hierba verde que engendre semilla, y de árboles frutales que den fruto según su especie y que lleven semilla sobre la tierra».
Y así fue.
La tierra brotó hierba verde que engendraba semilla según su especie, y árboles que daban fruto y llevaban semilla según su especie.
Y vio Dios que era bueno.
Pasó una tarde, pasó una mañana: el día tercero.
Dijo Dios:
«Existan lumbreras en el firmamento del cielo, para separar el día de la noche, para señalar las fiestas, los días y los años; y sirvan de lumbreras en el firmamento del cielo, para iluminar sobre la tierra».
Y así fue.
E hizo Dios dos lumbreras grandes: la lumbrera mayor para regir el día, la lumbrera menor para regir la noche, y las estrellas. Dios las puso en el firmamento del cielo para iluminar la tierra, para regir el día y la noche y para separar la luz de la tiniebla.
Y vio Dios que era bueno.
Pasó una tarde, pasó una mañana: el día cuarto.
Palabra de Dios.
Sal 103, 1-2a. 5-6. 10 y 12. 24 y 35c
R. Goce el Señor con sus obras.
Bendice, alma mía, al Señor,
¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto. R.
Asentaste la tierra sobre sus cimientos,
y no vacilará jamás;
la cubriste con el manto del océano,
y las aguas se posaron sobre las montañas. R.
De los manantiales sacas los ríos,
para que fluyan entre los montes;
junto a ellos habitan las aves del cielo,
y entre las frondas se oye su canto. R.
Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con sabiduría;
la tierra está llena de tus criaturas.
¡Bendice, alma mía, al Señor! R.
Aleluya Cf. Mt 4, 23
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
Jesús proclamaba el evangelio del reino,
y curaba toda dolencia del pueblo. R.
EVANGELIO
Los que lo tocaban se curaban.
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 6, 53-56
En aquel tiempo, terminada la travesía, Jesús y sus discípulos llegaron a Genesaret y atracaron.
Apenas desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaba los enfermos en camillas.
En los pueblos, ciudades o aldeas donde llegaba colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos la orla de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos.
Palabra del Señor.
«Los que lo tocaban se ponían sanos»
Hace años, a un Colegio, llego un predicador sanador. Creó una tremenda expectación y fueron muchos los que acudieron con la esperanza de ser sanados de enfermedades crónicas, terminales, graves y menos graves.
Mi presencia fue de curioso, no permanecí mucho tiempo, pero sentí tristeza por la gente sencilla que iba buscando una solución mágica y directa a sus problemas. Cuando creemos de esa forma, convertimos a Dios en un amuleto, olvidando que Jesús se encarnó en nuestra realidad limitada y finita.
El Evangelio nos dice que: «Cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas […], le colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar, al menos, el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos».
Es verdad que Jesús tiene autoridad para sanar, pero no es menos cierto que no sanó, y no sana, a todos. Hay situaciones que nunca entenderemos, pero sí es verdad que el mal y el dolor que produce no es cuestión de creyentes o no creyentes.
Y, desde luego, nuestra relación con Dios no puede apoyarse en la esperanza de que en nuestra vida no nos va a pasar nada malo, como si a los creyentes se nos asegurara no tener que pagar el recibo de la luz o no contraer enfermedades graves. Mi opinión es que el mal resulta inevitable y eso no hace a Dios menos poderoso o le hace un ser perverso.
Solo un Dios que sufre puede salvarnos, pero Dios necesita de tus manos y de tu corazón para amar y seguir sanando. Reza el Santo Rosario cada día junto a la Virgen María. Pide que interceda por la Paz, en el Mundo. Tu hermano en la fe: José Manuel.
Querido hermano:
Cuando se parte de un mundo autónomo, lo primero es siempre buscar en él las causas de lo que en él sucede. Pues culpar a Dios equivaldría a negar la autonomía que con tanto cuidado se reclama. Por ejemplo, en la peste negra se multiplicaron las rogativas, procesiones, oraciones…
Actualmente, en el COVID, se han multiplicado los laboratorios; ahora bien, ¿eso no significa que la fe la debamos olvidar? No, pero sabiendo que la oración es eficaz, si descubrimos que Dios está en lo humano y que cuenta con cada uno de nosotros; tu compromiso y el mío son la prueba evidente de que Dios sigue sanando.
Por eso, aunque no negamos la posibilidad de los milagros en determinados casos, la forma ordinaria de sanar de Dios es a través de lo humano, de ti y de mí, de nuestro compromiso social, de la cercanía a quienes lo necesitan, de las obras de misericordia.
Solo un Dios que sufre puede salvarnos, pero Dios necesita de tus manos y de tu corazón para amar y seguir sanando. Reza el Santo Rosario cada día junto a la Virgen María. Pide que interceda por la Paz, en el Mundo. Tu hermano en la fe: José Manuel.