Mucho se ha escrito y se puede decir sobre el pasaje del Génesis de hoy. En primer lugar, Dios va en busca del hombre pecador: «¿Dónde estás?» Sabe perfectamente lo que ha hecho, pero va en su busca, no le abandona. En segundo lugar, la culpa principal es de la serpiente. Porque engañó, porque nuestros primeros padres eran inocentes y ella les tentó. Pues, como dice el libro de la Sabiduría, el mal, el pecado, la muerte, «entró en el mundo por la envidia del diablo». Aunque Adán también rehusa su parte de culpa: «La mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto y comí». Nos cuesta muchas veces reconocer nuestra parte de culpa. Una vez tuve un pequeño roce con el coche: la otra conductora, viendo que entraba en el carril bus, invadió mi carril sin frenar ni señalizar, y menos mal que solo me rozó. En vez de reconocer su parte de culpa, decía: «Yo iba por mi carril». Es siempre más fácil echar la culpa a los demás.

Pero Dios, aunque parece que castiga -sí maldice a la serpiente, no a Eva-, reacciona con misericordia. Las hojas de higuera -que eran símbolo de penitencia, pues no sé si has recogido higos alguna vez, pero pican- las sustituye por pieles. El alejarles del árbol de la vida es para nuestro bien, para que no se perpetue el pecado: aunque parezca mentira, la muerte es un remedio -temporal, hasta que sea el tiempo de la resurrección-, no un castigo. Y entonces continúa la historia de la salvación con un nuevo matiz: la necesidad de redención. Llegaremos a afirmar en el pregón pascual: «O felix culpa», oh feliz culpa que mereció tal Redentor.