En las lecturas de hoy un tema recurrente es la sabiduría. «Inmensa es la sabiduría del Señor», leemos en Sirácida. «Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria», nos dice san Pablo. La sabiduría es uno de los dones del Espíritu Santo y, si la llegamos a tener nosotros los hombres, es porque Dios nos la da, porque solo Él la posee. De hecho es uno de sus nombres: en la antigüedad cristiana se llamaba sabiduría sea al Verbo, sea al Espíritu. Por tanto ser sabio no es saber muchas cosas, ser un erudito. Ser sabio es nada menos que ver como Dios ve, comprender como Dios comprende. Como dice san Pablo en otro lugar, tener «la mente de Cristo».

¿Cómo podemos adquirir este don? Dos caminos tenemos ante nosotros, nos repite Sirácida, la muerte y la vida. Nos abrimos a la sabiduría siguiendo el camino de la vida, de la verdadera vida, la sobrenatural. Y este camino lo vemos trazado en el evangelio por el Señor en su sermón de la montaña. Es un camino más exigente que el simple cumplimiento del Decálogo. En breves palabras, es la ley del amor. Pero no un amor cualquiera. Un amor a Dios y al prójimo tales que hemos renunciado completamente a nosotros mismos. Esa es la condición para adquirir la sabiduría, el vaciarse de uno mismo. Entonces Dios puede llenar el recipiente. Muchos maestros espirituales, sobre todo del oriente cristiano pero no sólo -podemos pensar a san Juan de la Cruz- hablan de esto: tras mucha penitencia, mortificación, cruz, viene una luz nueva del Espíritu Santo, y la notan sobre todo los demás.

Cada día tenemos muchas oportunidades para negarnos a nosotros mismos. Hagamos esta experiencia: hagámoslo por amor, y experimentaremos una sabiduría nueva.