Soñaba con una humanidad en la que todos nos quisiéramos entrañablemente, en la que todos nos amásemos unos a otros.

Pero ese designio se ha visto frustrado una y otra vez por la incapacidad del hombre de amar incondicionalmente. Somos muy pequeños, muy pobres y pecadores; apenas somos capaces de querernos bien a nosotros mismos y, por tanto, aún más difícil es que seamos capaces de amar a los demás.

Es verdad que todos llevamos grabada en nuestra conciencia, que es la voz que habla en nuestro corazón, el deseo de amar. Pero tantas veces los fracasos, las heridas, la falta de correspondencia a nuestro amor o incluso directamente el maltrato y el rechazo de los otros, han hecho casi imposible este amor por el que clama a gritos nuestro corazón.

Por eso, Dios ha querido manifestarnos su amor, ha salido a nuestro encuentro para que podamos experimentarlo personalmente, este amor suyo, incondicional y misericordioso, desbordante y gratuito. Cuando uno hace experiencia de este amor, descubre el enorme valor de su propia vida a los ojos de Dios , y comienza a dejarse amar sin sentirse humillado por ello, al contrario, uno se siente por primera vez como alguien digno y sagrado.

Así es como Dios se gana nuestro corazón, así es como lo conquista. Así es como él lo desbloquea y lo hace capaz de un amor infinitamente mayor que el que cada uno tenía por sí mismo, por su propia capacidad. Ahora es normal que queramos amarle a él, porque sentimos el deseo de corresponder a tanto don recibido. Amar a Dios deja de ser un precepto exterior como algo que viniera de fuera para convertirse en una necesidad del corazón. Es un mandamiento que ya no está grabado en una tabla de piedra como los de la ley de Moisés, sino que está grabado en el corazón de cada uno.

Y cuando Dios conquista así los corazones sucede un milagro aún mayor. Él pone sus sentimientos, los sentimientos del corazón de Jesús en nuestros corazones. Cuando nos queremos dar cuenta, sentimos como Jesús siente; lo que a él le da alegría. nos alegra nosotros lo que le da tristeza a nosotros también nos entristece, y esa comunión que se da por tanto en la voluntad y en el sentimiento hace que empecemos a querer a aquellos a quienes él también ama.

Sus amigos son mis amigos. Sus predilectos son mis predilectos. De hecho, la prueba de mi amor a Cristo es que ahora me sale amar a los que él ama y no solo no me resulta imposible, sino que me siento internamente movido a hacerlo y encuentro una alegría enorme en poder amar así. Por eso el juicio final será esta examen en el amor. Como San Juan de La Cruz nos enseña: “al atardecer de la vida, se nos examinará en el amor”.