¿Para qué pedir más signos? Creo que no hay nadie que pueda decir honestamente “no creo” por falta de signos. Ni siquiera entre mis conocidos y amigos agnósticos encuentro a nadie que diga eso. Cada vez es más difícil encontrar a personas que justifiquen su incredulidad de esta manera. Más bien al contrario, las personas que no creen piensan que los creyentes somos personas que vemos lo que queremos ver. Algo parecido a este tópico tan actual de la realidad frente al relato.

Algo parecido se sugiere desde la psicología y todas sus disciplinas auxiliares, tan de moda hoy: coaching, counseling, etc. Desde este punto de vista, no importaría tanto la realidad de lo que has vivido, cuanto el cómo lo has vivido. En ese sentido, los que no creen piensan que los creyentes hacemos un relato interesado, cargado de significado, dotado de sentido, de los acontecimientos que hemos vivido como quien añade algo a la realidad que sería en verdad una mera sucesión de acontecimientos. Sin embargo, sabemos que no es así. El creyente no añade nada a la realidad, no es que vea lo que no existe, sino que descubre en la realidad todos sus factores, incluido “el misterio” que provoca a la inteligencia y a la libertad. Es decir, el creyente no ve lo que no hay, sino que ve más la realidad.

Toda esta reflexión me ayuda a entender el pasaje evangélico de hoy. No es cuestión de pedir más signos, sino de que nuestra razón sea más humilde y no pretenda ser la medida de la realidad; excluyendo de lo real aquello que escapa a su definición. Nosotros sostenemos que la realidad está ahí, independientemente de que yo pueda, o sepa definirla, describirla o aprenderla.

Como la realidad es entonces simbólica, la única condición necesaria para creer y por tanto pasar de la realidad material al significado al que ella remite es esta apertura inicial al reconocimiento de lo real. Es decir, como dice el refrán popular: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, o citando una expresión un poco más compleja, pero en la misma línea de significado: “no es tanto ver para creer como creer para ver”. Es cierto; cuando uno ha tenido la experiencia del encuentro con Cristo lo que sucede es que su capacidad racional se amplia misteriosa, pero enormemente. Lo que antes parecía algo imposible de creer ahora se acepta con total sencillez y suavidad. Donde antes solo veía una ilusa ingenuidad, ahora admiro una fe coherente y desafiante, digna de aplauso.

Al final, la fe tan solo es permanecer en la inteligencia de la realidad, que se me regala en otro o en otros, que me ofrecen esta nueva visión más completa y certera de lo real. Por eso Jesús se queja de que le pidan más signos, cuando todo en él es un signo: sus hechos y sus palabras intrínsecamente unidos y que se complementan y explican mutuamente. Toda su persona es revelación como él mismo dirá a Felipe, en tono de reproche: “¿tanto tiempo conmigo y aún no has comprendido que quien me ve a mí ve al Padre?”. Ciertamente es Jesus el signo por antonomasia, que Dios ha dado los hombres para que crean en él. No es cuestión de más signos; la conversión no es cuestión de amontonar más razones y motivos. La conversión requiere ante todo que yo me quiero convertir.

Imitemos a los ninivitas y a los del reino del sur. Abramos el corazón y convirtámonos de una vez. Solo así experimentaremos como Dios viene y entra su casa. Solo así sentiremos la alegría de la salvación.