Siempre me ha parecido un acierto dividir la historia en a.C. y d.C. (antes y después de Cristo). Porque lo que significa su persona, Jesucristo, como acontecimiento real y no solo como maestro, palabra o mensaje, es la irrupción en el devenir de los siglos de una fuerza opuesta al pecado que supone la única y verdadera esperanza de salvación para el hombre. Antes de Cristo,  el hombre, en el mejor de los casos, siendo un dechado de virtudes, podía responder a la ofensa con otra proporcional a la recibida, o incluso, en algún caso heroico, con no violencia a la violencia. Pero ¿quién podía amar a su enemigo? ¿quién podía responder con bendición a la maldición? ¿quién podía devolver bien por mal, amor por rechazo o desamor?

Esta es, desde este punto de vista, la gran novedad que aporta Jesús y por tanto el cristianismo a la historia de la humanidad. El mal desencadena un proceso, una dinámica que se puede comparar a la bola de nieve que, mientras rueda por la ladera, va creciendo sin parar hasta que ese “efecto bola de nieve” termina por arrastrar y destruir cuanto encuentra a su paso. Ese es el mal cuando se desata todo su poder. Pero en la historia, Dios ha puesto el límite a este poder devastador del mal y se llama misericordia. En este contexto podemos decir que Jesucristo ha traído al mundo y a los hombres la misericordia divina, principio de renovación y restauración del todo sorprendente e inesperado por el cual la historia avanza.

Gracias a hombres y mujeres que han cogido esta misericordia en su corazón y la han practicado en su vida. Cada uno de ellos se ha convertido, sabiéndolo o sin saberlo, en otro Cristo viviente, que se convierte en un sumidero de muerte y a la vez una fuente de vida. En los corazones misericordiosos se realiza el mayor proceso de reciclaje que el hombre puede conseguir imaginar. Entra el mal y sale el bien, entra ofensa y sale perdón. Así es como se pueden sostener en el tiempo las cosas verdaderamente importantes, por ejemplo, el amor del matrimonio, la unión de la familia, la convivencia de un país o la paz entre las naciones.

No es suficiente la justicia porque para alcanzar ese estado de justicia y de equidad, antes alguien tiene que haber cedido en un exceso de generosidad y tolerado una injusticia para que se pudiera recuperar el equilibrio y la armonía que el mal había destruido. No hay justicia sin perdón. Por eso etimológicamente la palabra “perdón” significa: don perfecto. Porque cuando uno perdona, va más allá de la justicia, todo perdón es en realidad la aceptación de una injusticia que se tolera por amor al otro con la esperanza de que ese crédito, la condonación de esa deuda, y la reducción de esa pena, sirvan para que el malvado se arrepienta, el pecador pida perdón y el que causa el daño pueda repararlo; y así surja de nuevo la paz donde se había perdido.

“Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto” se puede traducir también por “sed misericordioso como vuestro padre celestial es misericordioso”. Dios manifiesta especialmente su poder, su omnipotencia en el perdón y en la misericordia. Perdonar nunca es signo de debilidad sino de fortaleza, porque no perdona el que quiere sino el que puede. Por eso, el que está en disposición de perdonar de corazón, es la mejor imagen de Dios en el hombre.